Los Michaud no llegaron a Tours. Una explosión había destruido las vías férreas. El tren se detuvo. Los refugiados tuvieron que volver a las carreteras, que ahora debían compartir con las columnas alemanas. Les ordenaron regresar.
A su llegada, los Michaud encontraron París medio desierto. Se dirigieron a casa a pie. Habían estado fuera quince días, pero, como cuando uno vuelve de un largo viaje espera encontrarlo todo cambiado, avanzaban por aquellas calles intactas y no daban crédito a sus ojos: todo seguía en su sitio.
Un sol mortecino iluminaba las casas, que tenían los postigos cerrados como el día en que se habían marchado; una súbita ola de calor había secado las hojas de los plátanos, que nadie barría y que crujían bajo sus cansados pies. Las tiendas de alimentación parecían todas cerradas. Había momentos en que la desolación era abrumadora; París semejaba una ciudad diezmada por la peste; sin embargo, en el instante en que uno murmuraba con el corazón encogido «Todo el mundo se ha marchado o ha muerto», se daba de bruces con una mujercilla muy arreglada y pintada, o bien, como les ocurrió a los Michaud, entre una carnicería y una panadería cerradas, veía una peluquería en la que una clienta se hacía la permanente. Era la de la señora Michaud, que entró a saludar. El peluquero se acercó a la puerta, seguido por su ayudante, su mujer y la clienta.
-¿Cómo les ha ido? -le preguntaron.
-Ya ven... -respondió la señora Michaud mostrando las desnudas
pantorrillas, la falda desgarrada y la cara sucia de sudor y polvo-. ¿Y mi casa? preguntó angustiada.
-¡Bah, no se apure! Está todo en orden. Hoy mismo he pasado por delante dijo la mujer del peluquero-. No han tocado nada.
-¿Y mi hijo? Jean-Marie. ¿Lo han visto?
-¿Cómo van a verlo, mujer? -intervino Maurice acercándose a ellos-. A veces preguntas unas cosas...
-Y tú tienes una parsimonia... Vas a acabar conmigo -replicó ella con viveza-. Puede que la portera... -murmuró haciendo ademán de marcharse.
-No se moleste, señora Michaud. No sabe nada; le he preguntado al pasar. Y como además ya no llega el correo...
Jeanne procuró disimular su decepción con una sonrisa, pero le temblaban los labios.
-En fin, habrá que esperar. ¿Y ahora qué hacemos? -murmuró sentándose maquinalmente.
-Yo en su lugar -dijo el peluquero, un hombre rechoncho de cara redonda y afable- empezaría por lavarme la cabeza. Le aclarará las ideas. También podríamos refrescar un poco al señor Michaud. Mientras tanto, mi mujer les preparará algo de comer.
Y eso hicieron. Mientras a Jeanne le friccionaban la cabeza con agua de lavanda, llegó el hijo del peluquero y anunció que se había firmado el armisticio. En el estado de agotamiento y congoja en que se encontraba, Jeanne apenas comprendió el alcance de la noticia; se sentía como si hubiera derramado todas sus lágrimas a la cabecera de un moribundo y ya no le quedara ninguna para llorar su muerte. Pero Maurice recordó la guerra del catorce, los combates, sus heridas y sus sufrimientos, y una ola de amargura le inundó el corazón. Sin embargo, ya no había más que decir, de modo que guardó silencio.
Estuvieron más de una hora en la peluquería; luego se fueron derechos a casa. Se decía que el número de muertos del ejército francés era relativamente bajo, pero que había cerca de dos millones de prisioneros. ¿Sería Jean-Marie uno de ellos? No se atrevían a imaginar otra cosa. Se acercaban a su casa y, pese a todas las seguridades que les había dado la señora Josse, no acababan de creer que siguiera en pie, que no hubiera quedado reducida a escombros, como los edificios bombardeados de la plaza Martroi de Orleáns, que habían cruzado la semana anterior. Pero allí estaba la puerta, el cuarto de la portera, el buzón (vacío), la llave del piso esperándolos, y la propia portera... Cuando Lázaro se alzó de entre los muertos, regresó junto a sus hermanas y vio la sopa en el fuego, debió de sentir algo muy parecido, una mezcla de estupor y sordo orgullo.