El regimiento pasó bajo las ventanas de Lucile. Los soldados cantaban; tenían muy buenas voces, pero formaban un coro grave, amenazador y triste que parecía más religioso que guerrero y desconcertaba a los franceses. «¿Serán cánticos suyos?», se preguntaban las mujeres.
La tropa volvía de las maniobras; era tan temprano que todo el pueblo dormía. Algunas mujeres se habían despertado sobresaltadas y reían asomadas a las ventanas. ¡Qué mañana tan pura y fresca! Los gallos hacían sonar sus trompetas, enronquecidas por el relente de la noche. El aire inmóvil estaba teñido de rosa y plata. Una luz inocente bañaba los felices rostros de los hombres que desfilaban (¿cómo no ser feliz en una primavera tan hermosa?), hombres altos y bien plantados, de facciones duras y voces armoniosas, a los que las mujeres seguían con la mirada largo rato. Los vecinos empezaban a reconocer a algunos soldados, que ya no formaban la masa anónima de los primeros días, aquella marea de uniformes verdes en la que ningún rasgo se distinguía de los demás, del mismo modo que en el mar ninguna ola posee fisonomía propia, sino que se confunde con las que la preceden y la siguen. Ahora aquellos soldados tenían nombres: «Mira -decía ¡agente-, ése es el rubito que vive en casa del almadreñero; sus compañeros lo llaman Willy. Aquel pelirrojo es el que pide tortillas de ocho huevos y se bebe doce vasos de aguardiente de un tirón, sin emborracharse ni ponerse malo. Y ese tan joven y tan tieso es el intérprete, el que hace y deshace en la Kommandantur. Y por ahí viene el alemán de las
Angellier.»
Y, del mismo modo que a los granjeros se los llamaba por el nombre de la propiedad en que vivían, hasta el punto de que el cartero, descendiente de antiguos aparceros de los Montmort, seguía apodándose Auguste de Montmort, los alemanes heredaron en cierta medida los apellidos de sus anfitriones. Y así, se decía: «Fritz de Durand, Ewald de la Forge, Bruno de los Angellier...»
Este último iba a la cabeza de su destacamento de caballería. Los animales, fogosos y bien alimentados, que caracoleaban y miraban a la gente con ojos vivos, impacientes y orgullosos, eran la admiración de los campesinos. «¿Has visto, mamá?», exclamaban los niños.
El caballo del teniente tenía el pelaje castaño dorado, con reflejos de satén. Ninguno de los dos parecía insensible a los murmullos y las exclamaciones de admiración de las mujeres. El hermoso corcel arqueaba el pescuezo y sacudía furiosamente el bocado. El oficial esbozaba una leve sonrisa y de vez en cuando producía con la lengua un pequeño chasquido cariñoso que resultaba más efectivo que la fusta.
-¡Qué bien monta ese boche! -exclamó una chica asomada a su ventana, y el teniente se llevó la enguantada mano a la gorra y saludó muy serio.
Detrás de la chica, se oyó un agitado cuchicheo.
-Sabes perfectamente que no les gusta que los llamen así. ¿Es que te has vuelto loca?
-Bueno, ¿y qué? Se me había olvidado -se defendió la chica, roja como un tomate.
Al llegar a la plaza, el destacamento se dispersó. Los soldados regresaron a sus alojamientos haciendo resonar las botas y las espuelas. Un sol radiante y casi estival empezaba a calentar con fuerza. En los patios, los soldados se lavaban; sus desnudos torsos estaban enrojecidos, curtidos por la intemperie y empapados en sudor. Un soldado había colgado un pequeño espejo en el tronco de un árbol y se estaba afeitando; otro sumergía la cabeza y los brazos en un cubo de agua fresca; un tercero exclamaba:
-¡Bonito día, señora!
-Vaya, ¿habla usted mi idioma?
-Un poco.
Se cruzaban miradas y se cambiaban sonrisas. Las mujeres se acercaban a los aljibes y soltaban las largas y chirriantes cadenas. Cuando el cubo volvía a aparecer, lleno de un agua helada y temblorosa en la que el cielo se veía de un azul más oscuro, siempre había algún soldado que acudía a toda prisa para aliviar de su carga a la mujer. Unos, para mostrarle que, aunque alemanes, eran educados; otros, por bondad natural, y la mayoría, porque el buen tiempo y una especie de plenitud física causada por el aire libre, el sano cansancio y la perspectiva del descanso les producía esa exaltación, esa sensación de fuerza interior que induce al hombre a ser más blando con los débiles y más duro con los fuertes (sin duda, el mismo instinto que en primavera lleva a los machos a luchar entre sí, mordisquear el suelo, jugar y revolcarse en el polvo delante de las hembras).
Un joven soldado acompañó a una mujer hasta su casa; le llevaba, muy serio, dos botellas de vino blanco que ella acababa de sacar del aljibe. No era más que un muchacho, de ojos claros, nariz respingona y grandes y fuertes brazos.
-Muy bonitas -decía mirando las piernas de la francesa-. Muy bonitas, señora...
La mujer se volvió y se llevó un dedo a los labios. -Chist... Mi marido...
-Ah, marido, böse... malo -murmuró él fingiéndose asustado.
Al otro lado de la puerta, el marido lo oía todo, pero, como confiaba en su mujer, lejos de encolerizarse sentía una especie de orgullo. «¡Claro, como que nuestras mujeres son unas reales hembras!», se decía. Y esa mañana el vasito de vino blanco aún le supo mejor.
Dos soldados entraron en la tienda del almadreñero, que era mutilado de guerra y en ese momento estaba trabajando en su banco. En el aire flotaba un penetrante olor a madera recién cortada; los tarugos de pino aún lloraban lágrimas de resina. En un estante se veían zuecos acabados y adornados con quimeras, serpientes o cabezas de buey. Un par estaba tallado en forma de morro de cerdo. Uno de los alemanes se quedó admirándolo.
-Obra excelente -murmuró.
El enfermizo y taciturno almadreñero no dijo nada, pero su mujer, que estaba poniendo la mesa, no pudo resistirse a la curiosidad y preguntó:
-¿Qué era usted en Alemania?
El soldado no comprendió de inmediato, pero acabó contestando que cerrajero. La mujer del almadreñero se quedó pensativa.
-Deberíamos enseñarle la llave del aparador, que está rota -le dijo al oído a su marido-. A lo mejor la arregla.
-Deja, deja -contestó él frunciendo el entrecejo.
-¿Ustedes, desayunar? -dijo el soldado señalando el pan blanco colocado en un plato floreado-. Pan francés, ligero... No llena estómago...
El alemán quería decir que aquel pan le parecía poco nutritivo, que no alimentaba, pero los franceses no podían concebir que alguien fuera tan ignorante como para no reconocer la excelencia de uno de sus alimentos, y más de aquellas hogazas rubias, de aquellos grandes panes en forma de corona, que, según decían, pronto serían reemplazados por una mezcla de salvado y harina de calidad inferior. Y como no podían creerlo, tomaron las palabras del alemán por un cumplido y se sintieron halagados. Hasta el almadreñero suavizó su hosca expresión. El matrimonio se sentó a la mesa con el resto de la familia y los alemanes se acomodaron aparte, en los taburetes de la tienda.
-¿Y qué, les gusta el pueblo? -siguió preguntando la mujer, que era de carácter sociable y sobrellevaba como podía los largos silencios de su marido.
-¡Oh, sí, bonito!
-¿Y su tierra? ¿Se parece a esto? -le preguntó la mujer al otro soldado.
La frente del joven se cubrió de arrugas; era evidente que buscaba con desesperación palabras para describir su región natal, sus campos de lúpulo o sus profundos bosques. Pero, al no encontrarlas, se limitó a abrir los brazos.
-Grande... buena tierra... -Y tras dudar un instante, soltó un suspiro y añadió-: Lejos...
-¿Tiene usted familia?
El soldado asintió. En ese momento, el almadreñero le susurró a su mujer:
-No tienes por qué hablar con ellos.
Avergonzada, la mujer acabó de preparar el desayuno en silencio, sirvió el café y cortó rebanadas de pan para los niños.
De la calle llegaba un alegre guirigay. Las risas, el entrechocar de las armas, el resonar de las botas y las voces de los soldados formaban un risueño bullicio. Todo el mundo estaba contento, sin saber por qué. ¿Tal vez porque hacía buen tiempo? Aquel cielo tan azul parecía inclinarse dulcemente sobre el horizonte para abrazar la tierra. Agachadas en el suelo, las gallinas dormitaban y de vez en cuando agitaban las alas y cloqueaban perezosamente. Briznas de paja y plumones volaban por el aire mezclados con un polen impalpable. Era la época de los nidos.
El pueblo llevaba tanto tiempo sin hombres que, pese a ser invasores, hasta éstos parecían estar en su sitio. Ellos lo sentían y se dejaban acariciar por el sol. Al verlos, las madres de los prisioneros y de los caídos en combate los maldecían entre dientes. Pero las jóvenes los miraban.