Las señoras del pueblo y varias granjeras ricas de la comarca se habían reunido en un aula de la escuela religiosa para la reunión mensual del «paquete para el prisionero». El municipio había tomado bajo su protección a los huérfanos que vivían en la región antes de las hostilidades y habían sido hechos prisioneros. La presidenta de la obra era la señora vizcondesa de Montmort, una joven tímida y fea que sufría horrores cada vez que tenía que hablar en público: se le trababa la lengua, le sudaban las manos, le temblaban las piernas y no sabía dónde meterse. Pero consideraba que cumplía con un deber, que el cielo le había encargado a ella en persona iluminar a aquellas burguesas y aquellas campesinas, llevarlas por el buen camino, hacer germinar la semilla del bien en su interior.
-Mira, Amaury -le había explicado la vizcondesa a su marido-, yo no puedo creer que entre ellas y yo exista una diferencia esencial. Por mucho que me decepcionen, porque no te imaginas lo groseras y mezquinas que pueden llegar a ser, sigo buscando alguna luz en su interior. ¡No -exclamó alzando los ojos, arrasados en lágrimas, hacia el vizconde (lloraba con facilidad)-, Nuestro Señor no habría muerto por sus almas si en ellas no hubiera algo! Pero la ignorancia, mi querido Amaury, la ignorancia en la que viven es espantosa. Así que, al comienzo de cada reunión, les dirijo una breve alocución para que comprendan por qué están siendo castigadas; puedes reírte, Amaury, pero a veces he visto un destello de inteligencia en sus toscos rostros. Cuánto lamento no haber podido seguir mi vocación... -murmuró la vizcondesa pensativamente-. Me habría gustado evangelizar una región remota, ser la mano derecha de algún misionero en la sabana o en una selva virgen. En fin, no le demos más vueltas. Nuestra misión se encuentra allí donde el Señor nos ha puesto.
Ahora, la vizcondesa estaba de pie en la pequeña tarima de un aula de la escuela de la que se habían sacado los pupitres a toda prisa; una docena de alumnas, elegidas entre las más aplicadas, habían obtenido el privilegio de escuchar las palabras de la señora de Montmort. Rascaban el suelo con sus zuecos y miraban al vacío con sus grandes e inexpresivos ojos, «como las vacas», pensó, no sin cierta irritación, la vizcondesa, y decidió dirigirse a ellas especialmente.
-Vosotras, mis queridas niñas -empezó-, habéis sufrido precozmente los dolores de la Patria... -Una de las niñas escuchaba con tal atención que se cayó del taburete en que estaba sentada; las otras once ahogaron la risa en los delantales. La vizcondesa frunció el entrecejo y elevó el tono de voz-: Os entregáis a los juegos de vuestra edad. Parecéis despreocupadas, pero vuestros corazones están henchidos de dolor. ¡Cuántas oraciones eleváis a Dios Todopoderoso mañana y noche para que se apiade de los infortunios de nuestra querida Francia!
La vizcondesa se interrumpió para dirigir un seco saludo a la maestra de la escuela laica, que acababa de entrar: era una mujer que no asistía a misa y había enterrado a su marido por lo civil; sus alumnos incluso aseguraban que no estaba bautizada, lo que era menos escandaloso que inverosímil, casi como decir que un ser humano había nacido con cola de pez. La vizcondesa la detestaba tanto más cuanto que su conducta era irreprochable, «porque -como le decía al vizconde- si bebiera o tuviera amantes, se podría explicar por su irreligiosidad; pero date cuenta, Amaury, de la confusión que puede causar en el ánimo del pueblo ver gente que no piensa como es debido pero practica la virtud». Como la presencia de la maestra le resultaba odiosa, la vizcondesa dejó que su voz trasluciera parte del encendido calor que la aparición de un enemigo suele verternos en el corazón y siguió hablando con verdadera elocuencia:
-Pero las oraciones y las lágrimas no bastan. No lo digo sólo por vosotras; lo digo también por vuestras madres. Debemos practicar la caridad. Y sin embargo, ¿qué veo? Que nadie la practica. Nadie se sacrifica por los demás. Lo que os pido no es dinero; por desgracia, ahora el dinero ya no sirve para gran cosa -añadió con un suspiro, pensando en los ochocientos cincuenta francos que le habían costado los zapatos que llevaba (afortunadamente, el vizconde era el alcalde del municipio y ella tenía todos los bonos para calzado que quisiera)-. No, no es dinero, sino los frutos que el campo produce en tanta abundancia y con los que me gustaría llenar los paquetes para nuestros prisioneros. Cada una de vosotras piensa en los suyos, en el marido, el hijo, el hermano o el padre cautivo; a ése no le falta de nada, se le envía mantequilla, chocolate, azúcar, tabaco... Pero ¿y los que no tienen familia? ¡Ay, señoras! ¡Piensen, piensen en la suerte de esos desdichados que nunca reciben paquetes ni noticias! Veamos, ¿qué podemos hacer por ellos? Acepto todos los donativos y los centralizo; luego los envío a la Cruz Roja, que los reparte en los distintos campos de prisioneros. Las escucho, señoras. -Se produjo un silencio. Las granjeras miraban a las señoras del pueblo y las señoras del pueblo apretaban los labios y miraban a las campesinas-. Está bien, empezaré yo -dijo la vizcondesa con benevolencia-. Esta es mi idea: en el próximo paquete se podría incluir una carta escrita por una de estas niñas. Una carta en la que, con palabras sencillas y enternecedoras, deje hablar a su corazón y exprese su dolor y su patriotismo. Piensen -prosiguió con voz vibrante, piensen en la alegría de ese pobre hombre abandonado cuando lea esas líneas, en las que en cierto modo palpitará el alma del país y que le recordarán a los hombres, las mujeres, los niños, los árboles; las casas de su querida patria chica, que, como dijo el poeta, nos hace amar todavía más a la grande. Sobre todo, mis queridas niñas, dad rienda suelta a vuestros corazones. No busquéis efectos de estilo; que el talento epistolar calle y hable el corazón. ¡Ah, el corazón! -exclamó la vizcondesa entrecerrando los ojos-. ¡Nada hermoso, nada grande puede hacerse sin él! Podríais meter en vuestra carta alguna florecilla silvestre, una margarita, una prímula... No creo que las normas lo prohíban. ¿Les gusta la idea? -preguntó la vizcondesa ladeando ligeramente la cabeza con una graciosa sonrisa. ¡Vamos, vamos, que yo ya he hablado bastante! Ahora les toca a ustedes.