El escritor Gabriel Corte trabajaba en su terraza, entre el oscuro y
ondulante bosque y el ocaso de oro verde que se apagaba sobre el Sena. ¡Qué
tranquilidad lo rodeaba! A su lado tenía a unos íntimos muy bien educados, sus
grandes perros blancos, que permanecían inmóviles con el hocico sobre las
frescas losas y los ojos entornados. A sus pies, su amante recogía
silenciosamente las hojas que Gabriel iba dejando caer. Sus criados y su
secretaria, invisibles tras las vidrieras espejadas, estaban en algún lugar del
fondo de la casa, entre los bastidores de una vida que Corte quería que fuera
brillante, fastuosa y disciplinada como un ballet. Tenía cincuenta años y sus
propios juegos. Era, según el día, el Señor de los Cielos o un pobre autor
aplastado por una tarea dura e inútil. Sobre su escritorio había hecho grabar:
«Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje.» Sus colegas
lo envidiaban porque era rico. El mismo contaba con amargura que, en su primera
candidatura a la Academia Francesa, uno de los electores a los que solicitaron
que votara por él respondió con sequedad: «¡Tiene tres líneas de teléfono!»
Era un hombre apuesto, con maneras lánguidas y crueles de gato, manos
suaves y expresivas, y un rostro de César un poco grueso. Florence, su amante
oficial, a la que admitía en su cama hasta la mañana siguiente (las demás nunca
pasaban toda una noche con él), habría sido la única capaz de decir a cuántas
máscaras podía parecerse Gabriel, vieja coqueta con dos bolsas lívidas bajo los
párpados y cejas de mujer, delgadas, demasiado finas.
Esa tarde trabajaba, como de costumbre, medio desnudo. Su casa de
Saint-Cloud estaba construida de tal modo que hasta la terraza, enorme,
admirable, adornada con cinerarias azules, escapaba a las miradas indiscretas. El
azul era el color favorito de Gabriel Corte. No podía escribir sin tener al lado
una pequeña copa de lapislázuli azul intenso. A veces la contemplaba y la
acariciaba como a una amante. Por otro lado, lo que más le gustaba de Florence,
como le decía a menudo, eran sus ojos, de un azul franco, que le producían la
misma sensación de frescura que su copa. «Tus ojos me quitan la sed»,
murmuraba. Florence tenía una barbilla suave y un tanto adiposa, voz de
contralto todavía hermosa, y algo de bovino en la mirada, les decía Gabriel en
confianza a sus amigos. «Eso me encanta. Una mujer debe parecerse a una
ternera dulce, confiada y generosa, con un cuerpo blanco como la leche, ya
sabéis, con esa piel de las viejas actrices, suavizada por los masajes, impregnada
por los cosméticos y los polvos.» Corte alzó los finos dedos en el aire y los hizo
chasquear como si fueran castañuelas. Florence le tendió un limón cortado y él
mordió la pulpa; luego se comió una naranja y unas fresas heladas. Consumía
fruta en cantidades asombrosas. La mujer lo miró, casi arrodillada ante él en un
puf de terciopelo, en la postura de adoración que a él le gustaba (no habría podido imaginar una mejor). Estaba cansado, pero con el grato cansancio que
sigue a un trabajo satisfactorio, todavía mejor que el del amor, como él mismo
solía decir. Gabriel contempló a su amante con benevolencia.
-Bueno, no ha ido del todo mal, creo. ¿Y sabes qué? -añadió dibujando un
triángulo en el aire y señalando el vértice superior-, el centro ya ha quedado
atrás.
Florence sabía a qué se refería. La inspiración solía flaquearle hacia la
mitad de la novela. Llegado a ese punto, Corte sufría como un caballo que no
consigue sacar su coche de un atolladero. Florence juntó las manos en un
gracioso gesto de admiración y sorpresa.
-¿Ya? Te felicito, cariño mío. Ahora irá sola, estoy segura.
-¡Dios te oiga! -exclamó Gabriel con aprensión-. Pero me preocupa
Lucienne.
-¿Lucienne?
Corte la fulminó con una mirada dura y fría. Cuando él recuperaba el buen
humor, Florence le decía: «Has vuelto a mirarme como un basilisco.» El se reía,
halagado, pero cuando estaba poseído por el fuego de la creación odiaba las
bromas.
Ella no se acordaba en absoluto del personaje de Lucienne.
-¡Ah, sí, claro! -mintió-. ¡No sé en qué estaría pensando!
-Yo también me lo pregunto -replicó él con tono herido. Pero la vio tan
contrita y humilde que le dio pena y se ablandó-. Te lo digo siempre: no le
prestas suficiente atención a los secundarios. Una novela tiene que parecerse a
una calle llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes
a los que se conoce a fondo. Mira a Proust y algunos otros que han sabido sacarle
partido a los secundarios. Los utilizan para humillar, para empequeñecer a sus
protagonistas. Nada más saludable en una novela que esa lección de humildad
dada a los héroes. Recuerda Guerra y paz: las campesinas que cruzan la
carretera riendo ante la carroza del príncipe André lo verán hablar primero para
ellas, para sus oídos, y de pronto la visión del lector se eleva: ya no hay un solo
rostro, una sola alma. Descubre la multiplicidad de los moldes. Espera, voy a
leerte ese pasaje, es notable. Enciende la luz -pidió, porque se había hecho de
noche.
-Los aviones -respondió Florence señalando el cielo.
-¿Es que nunca van a dejarme en paz? -gruñó Gabriel. Odiaba la guerra,
que amenazaba algo mucho más importante que su vida o su bienestar: a cada
instante destruía el universo de la ficción, el único en que se sentía feliz, como el
sonido de una terrible y discordante trompeta que derrumbaba las frágiles
murallas alzadas con tanto esfuerzo entre él y el mundo exterior-. ¡Dios! -
suspiró-. ¡Qué fastidio, qué pesadilla! -Pero volvió a la tierra-. ¿Tienes los
periódicos? Florence se los llevó sin decir palabra. Salieron de la terraza. Gabriel
pasaba las páginas con rostro sombrío.
-Nada nuevo, en definitiva -murmuró. No quería ver nada. Rechazaba la
realidad con el gesto asustado e irritado de alguien a quien despiertan en mitad
de un sueño. Incluso se puso la mano delante de los ojos a modo de pantalla, como
habría hecho para protegerse de una luz demasiado intensa. Florence se acercó
al aparato de radio-. No, no la enciendas.
-Pero, Gabriel...
-Te he dicho que no quiero oír nada -repitió él, pálido de ira-. Mañana,
mañana será el momento. Ahora las malas noticias (y no pueden ser más que
malas, con esos imbéciles en el gobierno) sólo servirían para cortarme el impulso,
arrebatarme la inspiración y tal vez provocarme una crisis de angustia esta
noche. Mira, más vale que llames a la señorita Sudre. Creo que voy a dictar unas
páginas.
Florence se apresuró a obedecer. Cuando volvía al salón tras avisar a la
secretaria, sonó el teléfono.
-Es el señor Jules Blanc, que llama de la presidencia del Consejo y desea
hablar con el señor -anunció el ayuda de cámara.
Florence cerró cuidadosamente todas las puertas para que ni un solo ruido
penetrara en el salón, donde Gabriel y la secretaria estaban trabajando, y cogió
el auricular. Entretanto, el ayuda de cámara preparaba, como de costumbre, la
cena fría que esperaba el capricho del señor. Gabriel comía poco a mediodía, pero
solía tener hambre por la noche. Había sobras de perdigón frío, melocotones,
unos deliciosos pastelillos de queso que Florence en persona encargaba en una
tienda de la orilla izquierda, y una botella de Pommery. Tras muchos años de
reflexión y búsqueda, Gabriel había llegado a la conclusión de que lo único
conveniente para su enfermedad de hígado era el champán. Florence escuchaba
al teléfono la voz de Jules Blanc, una voz agotada, casi afónica, y al mismo
tiempo oía los ruidos familiares de la casa, el débil tintineo de platos y vasos, y el
timbre cansado, ronco y profundo de la voz de Gabriel, y se sentía como si
estuviera viviendo un confuso sueño. Tras colgar el auricular llamó al ayuda de
cámara. Llevaba mucho tiempo a su servicio y estaba hecho a lo que él llamaba
«la mecánica de la casa». A Gabriel le encantaba aquel inconsciente pastiche del
Grand Siècle.
-¿Qué hacemos, Marcel? El señor Jules Blanc nos aconseja que nos
marchemos.
-¿Marcharse? ¿Para ir adónde, señora?
-A donde sea. A Bretaña. Al sur. Los alemanes han cruzado el Sena. ¿Qué
hacemos? -repitió Florence.
-No sabría decirle, señora -respondió Marcel con tono glacial. Era un poco tarde para pedirle su opinión. «Para hacer bien las cosas -se
dijo Marcel-, habría que haberse ido ayer. ¡Qué pena, comprobar que la gente
rica y famosa tiene menos conocimiento que los animales! ¡Por lo menos ellos
barruntan el peligro!» A él, por su parte, no le daban miedo los alemanes. Los
había visto en el catorce. Ahora ya no era movilizable y lo dejarían tranquilo.
Pero estaba escandalizado de que no se hubieran tomado medidas respecto a la
casa, los muebles y la plata a su debido tiempo. Se permitió un suspiro apenas
perceptible. El lo habría embalado todo, escondido en cajas y puesto a buen
recaudo hacía tiempo. Sentía hacia sus señores una especie de desprecio
afectuoso, parecido al que sentía por los galgos blancos, hermosos pero sin
carácter.
-La señora haría bien en advertir al señor -concluyó.
Florence avanzó hacia el salón, pero, apenas entreabrió la puerta, oyó la
voz de Gabriel: era la de los peores días, la de los momentos de trance, una voz
lenta, ronca, entrecortada por una tos nerviosa. Dio instrucciones a Marcel y la
doncella y se ocupó de los objetos más valiosos, los que uno se lleva en la huida,
en el peligro. Hizo colocar sobre su cama una maleta ligera y resistente. En
primer lugar escondió las joyas que había tenido la precaución de sacar del
cofre. Puso encima un poco de ropa interior, los artículos de aseo, dos blusas de
repuesto, un sencillo vestido de noche, para tener algo que ponerse nada más
llegar, porque había que contar con retrasos en la carretera, un albornoz y unas
chinelas, su estuche de maquillaje (que ocupaba bastante sitio) y, naturalmente,
el manuscrito de Gabriel. Intentó cerrar la maleta, en vano. Movió el cofrecillo
de las joyas y volvió a intentarlo. No, estaba claro que había que sacar algo. Pero
¿qué? Todo era indispensable. Apoyó una rodilla en la maleta, presionó y tiró del
cierre inútilmente... Estaba empezando a ponerse nerviosa. Acabó por llamar a la
doncella.
-¿Podrías cerrar esto, Julie?
-Está demasiado llena, señora. Es imposible.
Por un instante, Florence dudó entre el estuche de maquillaje y el
manuscrito. Eligió el maquillaje y cerró la maleta.
«Meteremos el manuscrito en la sombrerera -pensó-. ¡Ah, no! Lo conozco:
estallidos de ira, un ataque de angustia, la digitalina para el corazón... Mañana
veremos. Lo mejor es prepararlo todo para el viaje esta noche y que no se entere
de nada. Después ya veremos... »