Si a Jean-Marie le hubieran dicho que un día se encontraría en una aldea perdida, lejos de su regimiento, sin dinero, sin posibilidad de contactar con sus padres, sin saber si estaban sanos y salvos en París o yacían en el fondo de un agujero de obús al borde de una carretera, como tantos otros, si le hubieran dicho, sobre todo, que Francia, aun derrotada, seguiría viviendo e incluso conocería momentos felices, no lo habría creído. Pero así era. La misma magnitud del desastre, lo que tenía de irreparable, llevaba aparejado cierto consuelo, como algunos potentes venenos contienen su antídoto. Todos los males que padecía eran irremediables. No podía hacer que la línea Maginot no hubiera sido eludida o rota (no se sabía con certeza), que no hubiera dos millones de soldados prisioneros, que Francia no hubiera sido vencida. No podía hacer funcionar el servicio de correos, el telégrafo o el teléfono, ni conseguir gasolina y un coche para recorrer los veintiún kilómetros que lo separaban de la estación, por la que de todas formas no pasaban trenes ya que la vía estaba destrozada. No podía ir andando hasta París, porque había sido gravemente herido y apenas estaba empezando a levantarse. No podía pagar a sus anfitriones, porque no tenía dinero ni modo de conseguirlo. Todo era superior a sus fuerzas, de modo que sólo podía quedarse tranquilamente donde estaba y esperar.
Esa sensación de absoluta dependencia del mundo exterior le hacía sentir una especie de paz. Ni siquiera tenía ropa propia; su uniforme, desgarrado y medio quemado, estaba inutilizable. Llevaba una camisa caqui y el pantalón de repuesto de un mozo de la granja. Los zapatos los había comprado en el pueblo. No obstante, había conseguido que lo desmovilizaran cruzando clandestinamente la línea de demarcación y dando un domicilio falso, así que no corría peligro de que lo hicieran prisionero. Seguía viviendo en la granja, pero, ahora que estaba mejor, ya no dormía en la cama de la cocina. Le habían dado una habitación sobre el granero del heno. Por una ventana redonda veía un hermoso y apacible paisaje de campos, de fértiles tierras y bosques. Por la noche oía corretear los ratones por el techo y el zureo de las palomas en el palomar.
Una existencia de tan angustiosa incertidumbre sólo es soportable si se vive al día, si cuando cae la noche uno se dice: «Otras veinticuatro horas en las que no ha pasado nada especialmente grave, gracias a Dios. Veremos mañana.» Todos los que rodeaban a Jean-Marie pensaban así o al menos actuaban como si pensaran así. Se ocupaban de los animales, el heno o la mantequilla, y nunca mencionaban el mañana. Por supuesto, hacían planes para el futuro, plantaban árboles que darían frutos dentro de cinco o seis temporadas y engordaban el cerdo que se comerían al cabo de dos años, pero no podían confiar en el futuro inmediato. Cuando Jean-Marie les preguntaba si al día siguiente haría buen tiempo (la frase banal del parisino en vacaciones), le respondían: «Pues ¿qué quiere que le diga? Cualquiera sabe...» ¿Habría fruta? «Puede que haya una poca -decían mirando con desconfianza las pequeñas peras, verdes y duras, que crecían en las ramas protegidas por espalderas-. Pero a saber... Aún no se puede decir... Ya se verá.» La experiencia hereditaria de los caprichos del azar, de las heladas de abril, del granizo que apedrea los campos listos para la cosecha, de la sequía que agosta los huertos en julio, les inspiraba esa sensatez y esa parsimonia, lo que no obstaba para que cada día hicieran lo que hubiera que hacer. No eran simpáticos sino cabales, opinaba Jean-Marie, que apenas conocía el campo. Los Michaud eran gente de ciudad desde hacía cinco generaciones.
Los habitantes de la aldea eran hospitalarios y amables: los hombres, buenos conversadores; y las chicas, presumidas. Cuando se los conocía mejor, se descubrían muestras de aspereza, dureza e incluso maldad cuyo origen tal vez se encontrara en oscuras reminiscencias atávicas, odios y temores seculares, transmitidos por la sangre de generación en generación. Sin embargo, eran generosos. De lo contrario, la granjera no le habría regalado un huevo a una vecina. Cuando vendía un pollo, no perdonaba una perra; pero el día que JeanMarie insinuó que estaba pensando en marcharse y alegó que no tenía dinero, que no quería ser una carga y que intentaría llegar andando a París, toda la familia lo escuchó en consternado silencio hasta que la madre, con una extraña dignidad, respondió: