Capitulo 22

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Charles Langelet se había pasado toda una noche al volante entre París y Montargis, de modo que había padecido su parte de la desgracia pública. No obstante, mostraba una gran presencia de ánimo. En la fonda en que se detuvo a almorzar, un grupo de refugiados se lamentaba de los horrores del viaje, tomándolo a él por testigo:

-¿No es verdad, caballero? Usted lo ha visto tan bien como nosotros. ¡No puede decirse que exageremos!

-¿Yo? Yo no he visto nada -respondió él con sequedad.

-¿Cómo? ¿Ni un bombardeo? -le preguntó la dueña, sorprendida.

-Pues no, señora.

-¿Ni un incendio?

-Ni siquiera un accidente de coche.

-Pues mejor para usted, desde luego -dijo la mujer tras unos instantes de reflexión, pero encogiéndose de hombros con cara de incredulidad, como si pensara: «¡Vaya un bicho raro!»

Langelet probó con cautela la tortilla que acababan de servirle, la apartó murmurando «incomible», pidió la cuenta y se marchó. Encontraba un placer perverso en privar a aquellas buenas almas del entretenimiento que se prometían al interrogarlo, porque, como los seres viles y vulgares que eran, imaginaban que sentían compasión por el prójimo, pero en realidad temblaban de malsana curiosidad, de melodrama barato. «Es increíble lo vulgar que puede llegar a ser la gente», pensó Charlie con tristeza. Siempre se sentía escandalizado y afligido al descubrir el mundo real, poblado de pobres diablos que nunca han visto una catedral, una estatua, un cuadro. Aunque los happy few a los que se enorgullecía de pertenecer reaccionaban con la misma cobardía y la misma estupidez que los humildes ante los golpes del destino. ¡Dios! Y lo que diría la gente después del «éxodo», de «su éxodo»... Ya le parecía estar oyendo cotorrear a aquella vieja pretenciosa: «Yo no me asusté de los alemanes; me acerqué a ellos y les dije: "Caballeros, tienen ustedes delante a la madre de un oficial francés." Ni siquiera rechistaron.» Y a la que contaría: «Las balas silbaban a mi alrededor. Y lo más curioso es que no me daba miedo.» Y todos se pondrían de acuerdo para acumular escenas de horror en sus relatos. En cuanto a él, se limitaría a decir: «Qué curioso, a mí todo me pareció muy normal. Mucha gente en la carretera, y nada más.» Imaginó sus caras de asombro y sonrió, reconfortado. Necesitaba reconfortarse. Cuando pensaba en su piso de París se le encogía el corazón. De vez en cuando se volvía hacia el fondo del coche y miraba con ternura las cajas que contenían sus porcelanas, su más preciado tesoro. Había un grupo de Capo di Monte que lo preocupaba: se preguntaba si había puesto bastante serrín y bastante papel de seda a su alrededor. Al final del embalaje se había quedado corto de papel. Era un centro de mesa, un grupo de muchachas bailando con amorcillos y cervatos. Suspiró. Mentalmente, se comparaba a un romano huyendo de la lava y las cenizas de Pompeya tras abandonar a sus esclavos, su casa y su oro, pero llevando entre los pliegues de la túnica una estatuilla de terracota, un vaso de forma perfecta, una copa moldeada sobre un hermoso pecho. Sentirse tan diferente del resto de los hombres era reconfortante y amargo á la vez. Volvió hacia ellos sus claros ojos. La riada de coches seguía fluyendo y las caras, sombrías y angustiadas, se parecían como gotas de agua. ¡Pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre... Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas. Se estaba acercando a Gien. Un punto negro apareció en el cielo y, con la rapidez del rayo, Langelet pensó que aquella columna de refugiados cerca del paso a nivel era un blanco muy tentador para un avión enemigo, y se metió por un camino de tierra. Quince minutos después, unos metros delante de él, dos coches que también habían optado por abandonar la carretera eran obligados a precipitarse a la cuneta debido a una falsa maniobra de un conductor enloquecido y salían despedidos hacia los campos, por los que esparcían maletas, colchones, jaulas de pájaros, mujeres heridas... Charlie oyó ruidos confusos, pero no se volvió. Huyó hacia un espeso bosque. Detuvo el coche entre los árboles, esperó unos minutos y reanudó la marcha por el camino forestal, porque decididamente la carretera nacional era demasiado peligrosa.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora