Capitulo 1
En casa de los Angellier estaban poniendo a buen recaudo los documentos familiares, la plata y los libros: los alemanes habían llegado a Bussy. Era la tercera vez que ocupaban el pueblo desde la derrota. Ese domingo de Pascua, a la hora de la misa mayor, caía una lluvia fría. Ante la puerta de la iglesia, un pequeño melocotonero agitaba tristemente sus ramas en flor. Los alemanes avanzaban en fila de a ocho; llevaban uniformes de campaña y cascos de metal. Sus rostros tenían la expresión neutra e impenetrable del soldado en campaña, pero sus ojos interrogaban furtivamente, con curiosidad, las grises fachadas del pueblo en que iban a vivir. En las ventanas no se veía a nadie. Al pasar frente a la iglesia oyeron los acordes del órgano y el rumor de las oraciones, pero un fiel se asomó despavorido y cerró la puerta. El ruido de las botas reinó en solitario. Tras el primer destacamento apareció un oficial a caballo; el hermoso animal de pelo tordo parecía furioso por verse forzado a mantener un paso tan lento; posaba los cascos en el suelo con rabiosa precaución, se estremecía, relinchaba y agitaba la orgullosa testa. Enormes carros de combate grises martillearon el empedrado. A continuación venían los cañones sobre sus plataformas giratorias, en cada una de las cuales iba tumbado un soldado, con los ojos a la altura de la cureña. Había tantos que en las bóvedas de la iglesia no dejó de sonar una especie de ininterrumpido trueno durante todo el sermón. Las mujeres suspiraban en la penumbra. Cuando cesó aquel fragor de bronce, aparecieron los motociclistas, rodeando el coche del comandante. Tras ellos, a prudente distancia, los camiones, cargados hasta los topes de gruesos chuscos de pan negro, hicieron vibrar las vidrieras. La mascota del regimiento, un delgado y silencioso perro lobo adiestrado para la guerra, acompañaba a los jinetes que cerraban la marcha y, fuera porque formaban un grupo privilegiado dentro del regimiento o porque estaban muy lejos del comandante, que no podía verlos, o por cualquier otra razón que escapaba a los franceses, se comportaban de un modo más natural, más relajado que sus camaradas. Hablaban entre sí. Reían. El teniente que los mandaba miró sonriendo el humilde y tembloroso melocotonero en flor, azotado por el áspero viento, y arrancó una ramita. A su alrededor no veía más que ventanas cerradas. Se creía solo. Pero, detrás de cada postigo entornado, unos ojos de anciana, penetrantes como flechas, espiaban al vencedor. En el fondo de habitaciones invisibles, las voces susurraban:
-¡Lo que hay que ver!
-Estropear nuestros árboles... ¡Desgraciado!
Una boca desdentada cuchicheó:
-Dicen que éstos son los peores. Dicen que han hecho barbaridades antes de venir aquí.
-Nos quitarán hasta las sábanas -pronosticó un ama de casa-. ¡Las sábanas que heredé de mi madre, Dios mío! Se quedan todo lo bueno.
El teniente gritó una orden. Todos los soldados parecían muy jóvenes; tenían la tez rubicunda y el pelo dorado; montaban magníficos caballos, rollizos, bien alimentados, de anchas y relucientes grupas. Los dejaron atados alrededor del monumento a los caídos de la plaza, rompieron filas y se dispersaron. El pueblo se llenó de ruido de botas, sonido de palabras extranjeras, tintineo de espuelas y entrechocar de armas. En las casas, las familias pudientes escondían la ropa blanca.
Las Angellier -la madre y la mujer de Gastón Angellier, prisionero en Alemania- estaban acabando de esconderlo todo. La señora Angellier, una anciana pálida, arrugada, frágil y seca, guardaba personalmente los volúmenes de la biblioteca, tras leer en voz baja cada título y acariciar piadosamente cada tapa con la palma de la mano.
-Ver los libros de mi hijo en manos de un alemán... -murmuró-. Antes los quemo.
-Pero ¿y si piden las llaves de la biblioteca? -gimió la gruesa cocinera.