La señora Angellier visitaba sus propiedades todos los meses. Elegía un domingo para encontrar a «la gente» en casa, lo que sacaba de quicio a los aparceros, que al verla venir escondían a toda prisa el café, el azúcar y el aguardiente de la sobremesa: la señora Angellier era de la vieja escuela; consideraba que todo lo que consumía «su» gente era parte de lo que habría debido acabar en su bolsillo y, en la carnicería, hacía agrios reproches a los que compraban carne de primera calidad. En el pueblo, tenía «su» policía, como ella decía, y pobre de los aparceros cuyas mujeres o hijas compraban medias de seda, perfumes, polveras o novelas demasiado a menudo: duraban poco tiempo en sus tierras. La señora de Montmort gobernaba sus dominios de acuerdo con principios análogos, pero, como era aristócrata y sentía más aprecio por los valores espirituales que la ávida y materialista burguesía a la que pertenecía la señora Angellier, le preocupaba sobre todo el aspecto religioso de la cuestión; se informaba sobre si todos los niños habían sido bautizados, si todos los miembros de la familia comulgaban dos veces al año, y si las mujeres iban a misa (en lo tocante a los hombres hacía la vista gorda; era mucho pedir). Así que, de las dos familias que se repartían la región, los Montmort y los Angellier, la más odiada seguía siendo la primera.
La señora Angellier se puso en camino con la anubarrada aurora. La tormenta del día anterior había alterado el tiempo: caía agua helada a cántaros. Con el coche no se podía contar, porque no tenía permiso para circular ni gasolina, pero la anciana había hecho exhumar del cobertizo en que reposaba desde hacía treinta años una especie de victoria que, enganchada a un buen par de caballos, cumplía su papel. Toda la casa se había levantado para despedir a la señora. En el último minuto, y a regañadientes, confió sus llaves a Lucile. Luego abrió el paraguas. El aguacero arreciaba.
-La señora debería dejarlo para mañana -opinó la cocinera.
-No tengo más remedio que ocuparme yo de todo, puesto que el amo está prisionero de estos señores -respondió la anciana en tono sarcástico y voz muy alta, sin duda para avergonzar a dos soldados alemanes que en ese momento pasaban por allí.
Acto seguido, les lanzó una mirada como la que Chateaubriand atribuye a su padre diciendo: «Sus centelleantes pupilas parecían salir disparadas y atravesar a la gente como balas.» Pero los soldados, que no sabían francés, debieron de tomar aquella mirada por un homenaje a su buena planta, su porte marcial y su irreprochable uniforme, porque le sonrieron con tímida efusividad. Exasperada, la señora Angellier cerró los ojos. El coche se puso en marcha. El viento sacudía las portezuelas.
Unas horas después, Lucile fue a casa de la modista, una mujer joven de la que se murmuraba que intimaba con alemanes. Le llevaba un retal de tela para que le hiciera un peinador.
-Tiene usted suerte de disponer todavía de una seda como ésta -le dijo la chica asintiendo apreciativamente-. ¡Qué más quisiéramos las demás! -Al parecer no lo decía con envidia, sino con admiración, como si le reconociera no una prerrogativa de burguesa, sino una especie de astucia natural para que la sirvieran antes que a las demás, del mismo modo que el habitante del llano dice del montañés: «¡Ése no hay peligro de que se despeñe! Lleva subiendo a los Alpes desde que nació.» Y tal vez también pensaba que Lucile, por un don de nacimiento, ancestral, era más hábil que ella para violar las leyes y sortear los reglamentos, porque, tras guiñarle el ojo y dedicarle la mejor de sus sonrisas, añadió-: Sabe usted apañárselas, sí señora. Eso está bien.
En ese instante, Lucile vio el cinturón de un soldado alemán encima de la cama. Los ojos de las dos mujeres se encontraron. Los de la costurera tenían una mirada astuta, vigilante e impertérrita; parecía una gata que tiene un pájaro entre las zarpas y, si alguien intenta quitárselo, levanta el hocico y maúlla con arrogancia, como diciendo: «¡Que te has creído tú eso! ¿Quién lo ha cazado, tú o yo?»