Capitulo 13

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Transcurrido un mes, una tarde de lluvia, como la que el alemán y Lucile habían pasado juntos, Marthe anunció una visita a las señoras Angellier. Tres figuras cubiertas con velos, vestidas con largos abrigos negros y tocadas con sombreros de luto las esperaban en el salón. Los crespones que las cubrían de la cabeza a los pies las encerraban en una especie de fúnebre e impenetrable jaula. Las Angellier no recibían muchas visitas; en su atolondramiento, la cocinera había olvidado recoger los paraguas de las visitas, que seguían sosteniéndolos y dejando caer en ellos las últimas gotas de lluvia que se escurrían de sus velos, como plañideras derramando lágrimas sobre las urnas de piedra de la tumba de un héroe. La anciana Angellier tardó en reconocer aquellas tres formas negras.

Al fin, exclamó sorprendida:

-¡Pero si son las Perrin!

La familia Perrin (propietaria de la magnífica casa saqueada por los alemanes) era «de lo mejorcito de la región». La señora Angellier sentía hacia los portadores de ese apellido algo similar a lo que sienten los miembros de la realeza unos por otros: la serena certeza de encontrarse entre personas con la misma sangre y los mismos puntos de vista sobre todas las cosas, a las que ciertamente pueden separar divergencias pasajeras, pero que, pese a las guerras o las meteduras de pata de un ministro, permanecen unidas por un vínculo indisoluble, de tal modo que el trono de España no puede derrumbarse sin que su caída haga temblar el de Suecia. Cuando un notario de Moulins se fugó con novecientos mil francos de los Perrin, los Angellier se estremecieron. Y cuando los Angellier adquirieron por cuatro perras unas tierras que habían pertenecido a los Montmort «de siempre», los Perrin se congratularon. El respeto desabrido que los Montmort inspiraban a los burgueses no admitía comparación con esa solidaridad de clase.

Con afectuosa consideración, la señora Angellier indicó a la señora Perrin que volviera a sentarse cuando ésta hizo ademán de levantarse al verla entrar. No sentía el desagradable repelús que la estremecía cuando la señora de Montmort entraba en su casa. Sabía que a los ojos de la señora Perrin allí todo estaba bien: la chimenea falsa, el olor a cerrado, las persianas medio bajadas, los muebles cubiertos con fundas, el empapelado verde oliva con palmas doradas... Todo era apropiado; a continuación, pasados unos instantes, ofrecería a sus visitas una jarra de naranjada y unas galletas desmigajadas. La mezquindad del piscolabis no sorprendería a la señora Perrin, antes bien, vería en ella una nueva prueba de la prosperidad de los Angellier -porque a mayor riqueza, mayor tacañería- y reconocería su propia preocupación por el ahorro y esa tendencia al ascetismo que es consustancial a la burguesía francesa y da a sus inconfesables placeres secretos una amargura tonificante.

La señora Perrin relató la heroica muerte de su hijo, caído en Normandía durante el avance alemán. Había obtenido permiso para visitar su tumba, pero se lamentó insistentemente del coste del viaje. La señora Angellier le dio la razón. El amor materno y el dinero eran dos cosas distintas. Los Perrin vivían en Lyon.

-En la ciudad hay mucha necesidad. He llegado a ver vender cuervos a quince francos la unidad. Hay madres que han dado caldo de corneja a sus hijos. Y no crea que estoy hablando de obreros. No, señora Angellier. ¡Gente como usted y como yo!

La anciana Angellier suspiró acongojada, imaginándose a personas de su círculo de amistades o de su familia compartiendo un cuervo a la hora de la cena, una idea que tenía algo de grotesco y degradante (mientras que tratándose de obreros, con decir «¡Pobres desgraciados!» y pasar a otra cosa, habría sido suficiente).

-¡Pero al menos son ustedes libres! No tienen alemanes en casa; en cambio, nosotras alojamos a uno. ¡Un oficial! Sí, señora Perrin, en esta casa, detrás de esa pared -dijo la anciana indicando el papel verde oliva con palmas doradas.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora