Capitulo 13

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Jean-Marie, herido dos días antes, iba en el tren bombardeado. Esta vez no había sufrido daños, pero el vagón en que viajaba estaba ardiendo. El esfuerzo para levantarse y llegar a la puerta hizo que se le reabriera la herida. Cuando lo recogieron y lo subieron al camión, estaba semiinconsciente. Iba tumbado en una camilla, pero la cabeza se le había deslizado fuera y, a cada sacudida del vehículo, golpeaba contra una caja vacía. Tres camiones llenos de soldados avanzaban lentamente en fila india por un camino bombardeado y apenas practicable. Los aviones enemigos sobrevolaban el convoy una y otra vez. Jean-Marie emergió fugazmente de su turbio delirio y pensó: «Las gallinas deben de sentirse como nosotros cuando vuela el gavilán...»

Confusamente, volvió a ver la granja de su nodriza, donde pasaba las vacaciones de Semana Santa cuando era niño. El corral estaba inundado de sol: los pollos picoteaban el grano y correteaban por los montones de ceniza; luego, la gran mano huesuda de la nodriza atrapaba uno, le ataba las patas, se lo llevaba y cinco minutos después... aquel chorro de sangre que escapaba con un débil y grotesco borboteo. Era la muerte... «A mí también me han atrapado y me han llevado... -pensó Jean-Marie-. Atrapado y llevado... Y mañana, cuando me arrojen a la fosa, desnudo y flaco, no tendré mejor pinta que un pollo.»

De pronto, su frente golpeó la caja con tal brusquedad que Jean-Marie soltó un débil quejido; ya no tenía fuerzas para gritar, pero bastó para llamar la atención del compañero que iba tumbado junto a él, con una herida en la pierna pero menos grave.

-¿Qué pasa, Michaud? Michaud, ¿estás bien?

«Dame de beber y ponme la cabeza un poco mejor. Y espántame esta mosca de los ojos», quiso decir Jean-Marie, pero sólo murmuró:

-No... -Y cerró los ojos.

-Eso tuyo se arregla -gruñó el camarada.

En ese momento empezaron a caer bombas alrededor del convoy. Destruyeron un pequeño puente, cortando la carretera a Blois. Había que volver atrás y abrirse paso entre la riada de refugiados, o ir por Vendôme. No llegarían antes del anochecer.

«Pobres muchachos», pensó el médico militar mirando a Michaud, el herido más grave. Le puso una inyección. El convoy reanudó la marcha. Los dos camiones cargados de heridos leves subieron hacia Vendôme; el que llevaba a Jean-Marie tomó un camino que debía acortar el viaje varios kilómetros, pero no tardó en pararse. Se había quedado sin gasolina. El médico se puso a buscar una casa donde alojar a sus hombres. Allí estaban apartados de la desbandada; el río de vehículos discurría más abajo. Desde la colina a la que subió el oficial, en aquel suave y apacible crepúsculo de junio, de un violeta azulado, se veía una masa negra de la que escapaban los indistintos y discordantes sonidos de las bocinas, los gritos, las llamadas, un rumor sordo y siniestro que encogía el corazón.

El médico vio varias granjas muy cercanas entre sí, una especie de aldea. Estaban habitadas, pero sólo quedaban mujeres y niños. Los hombres estaban en el frente. Jean-Marie fue trasladado a una de ellas. Las casas vecinas acogieron a los demás soldados; en cuanto al oficial, encontró una bicicleta de mujer y decidió ir a la ciudad más cercana en busca de ayuda, de gasolina, de camiones, de lo que encontrara...

«Si tiene que morir -pensó echando un último vistazo a Michaud, que seguía tendido en su camilla en la amplia cocina de la granja, mientras las mujeres preparaban y calentaban la cama-, si ha llegado su hora, más vale que sea entre sábanas limpias que en la carretera...»

Empezó a pedalear hacia Vendôme. Cuando estaba llegando a la ciudad, tras viajar toda la noche, cayó en manos de los alemanes, que lo hicieron prisionero. Entretanto, al ver que no volvía, las mujeres habían ido al pueblo a avisar al médico y las monjas del hospital. El hospital estaba lleno, porque habían llevado allí a las víctimas del último bombardeo. Los soldados se quedaron en la aldea. Las mujeres se quejaban: en ausencia de los hombres, bastante tenían con las faenas del campo y el cuidado de los animales como para encima ocuparse de los heridos que les habían endosado. Levantando con dificultad los párpados, que le ardían de fiebre, Jean-Marie veía delante de su cama a una anciana de nariz larga y cetrina que hacía punto y suspiraba mirándolo:

-Si al menos supiera que mi pobre muchacho, allá donde lo tengan, está tan bien cuidado como éste, al que no conozco de nada...

En las pausas entre sus confusos sueños, Jean-Marie oía el tintineo de las agujas; la madeja de lana rebotaba en su cubrepiés; en su delirio, le parecía que la mujer tenía las orejas puntiagudas y una cola, y extendía la mano para acariciársela. De vez en cuando, la nuera de la granjera se acercaba a la cama; era joven, tenía un rostro fresco, rubicundo, de rasgos un poco toscos, y ojos negros, vivaces y límpidos. Un día le trajo un puñado de cerezas y se las dejó en la almohada. Le prohibieron comérselas, pero se las llevaba a las mejillas, que le ardían como el fuego, y se sentía aliviado y casi feliz.

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Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora