Capitulo 12

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Lucile se quedó sorprendida al ver al cartero, con el que se cruzó en la puerta: apenas recibían correspondencia. En la mesa del vestíbulo había una carta a su nombre.

Señora, ¿se acuerda usted del matrimonio mayor al que acogió en su casa el pasado junio? Nosotros hemos pensado en usted muchas veces, en su amable hospitalidad, en ese alto en su casa durante un viaje espantoso. Nos gustaría mucho tener noticias suyas. ¿Ha regresado su marido sano y salvo de la guerra? Por nuestra parte, hemos tenido la enorme dicha de recuperar a nuestro hijo. Reciba, señora, nuestros respetuosos saludos.

Jeanne y Maurice Michaud

Rue de la Source 12, París (XVI°)

Lucile se quedó encantada. Qué grata sorpresa, qué buenas personas... Desde luego eran más felices que ella. Se querían, habían afrontado y superado juntos todos los peligros... Escondió la carta en su secreter y fue al comedor. Decididamente, era un buen día aunque no parara de llover: en la mesa sólo había un plato. Lucile volvió a alegrarse de la ausencia de su suegra: podría leer mientras comía. Almorzó a toda prisa y luego se acercó a la ventana para contemplar la lluvia. Era una «cola de tormenta», como decía la cocinera. En cuarenta y ocho horas, el tiempo había pasado de la primavera más radiante a una estación indeterminada, cruel, extraña, en la que las últimas nieves se mezclaban con las primeras flores; los manzanos habían perdido las flores en una noche, los rosales estaban negros y helados y el viento había derribado las macetas de geranios y guisantes de olor.

-Se va a perder todo, nos quedaremos sin fruta -gimió Marthe mientras recogía la mesa-. Voy a encender fuego en la sala -añadió-. Hace un frío que no se puede estar. El alemán me ha pedido que le encienda la chimenea, pero no está deshollinada y se va a atufar. Allá él. Se lo he dicho, pero ni caso. Cree que es mala voluntad, como si después de todo lo que nos han quitado le fuese a negar un par de troncos. ¿Lo oye? ¡Ya está tosiendo! Jesús, Jesús... ¡Qué cruz, tener que servir a los boches! ¡Ya va, ya va! -gruñó la cocinera. Lucile la oyó abrir la puerta del despacho y hablar con el alemán, que parecía irritado-: ¡Oiga, que ya se lo he dicho! Con este viento, cualquier chimenea sin deshollinar echa el humo para dentro.

-¿Y por qué no la han deshollinado, mein Gott? -replicó el alemán, exasperado.

-¿Que por qué? ¡Y a mí qué me cuenta! Yo no soy la dueña. ¿Cree usted que con su dichosa guerra se puede hacer algo a derechas?

-Mire, buena mujer, si cree usted que voy a dejarme ahumar aquí dentro como un conejo, está muy equivocada. ¿Dónde están las señoras? Si no pueden proporcionarme una habitación confortable, no tienen más que instalarme en el salón. Encienda fuego en el salón.

-Lo siento, teniente, pero eso es imposible -terció Lucile acercándose a ellos-. En nuestras casas de provincias, el salón es una pieza en la que se recibe, pero donde no se puede acomodar a nadie. La chimenea es falsa, como puede comprobar.

-¿Qué? ¿Ese monumento de mármol blanco con amorcillos que se calientan los dedos...?

-Nunca ha calentado nada -completó Lucile con una sonrisa-. Pero si quiere, venga a la sala; la estufa está encendida. La verdad es que aquí no hay quien esté -hubo de reconocer al ver la nube de humo que flotaba en la habitación.

-¡Como que por poco muero asfixiado, señora! ¡Desde luego, el oficio de soldado está lleno de peligros! Pero por nada del mundo quisiera molestarla. En el pueblo hay un par de cafés cochambrosos con billar en los que flotan nubes de tiza... Su señora suegra...

-Estará ausente todo el día.

-¡Ah! Entonces se lo agradezco mucho, señora Angellier. No la molestaré. Tengo trabajo urgente que terminar -dijo el teniente, y mostró un mapa y unos planos.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora