Cuando el padre Péricand reanudó el viaje con sus pupilos, que lo seguían arrastrando los pies por el polvo, cada uno con su manta y su mochila, se dirigió hacia el interior del país, alejándose del Loira, lleno de peligros, por los bosques; pero las tropas habían tenido la misma idea, y el sacerdote pensó que los aviones no tardarían en localizar a los soldados y que el peligro era tan grande en medio de la espesura como a la orilla del río. Así que, dejando la nacional, tomó un pedregoso camino, apenas una trocha, confiando en que su instinto lo condujera a alguna vivienda aislada, como cuando guiaba a su equipo de esquiadores por la montaña hacia algún refugio perdido en medio de la niebla o la tempestad de nieve. Allí el día de junio era espléndido, tan resplandeciente y caluroso que los chicos parecían embriagados. Silenciosos y recatados -demasiado recatados- hasta ese momento, ahora gritaban y se empujaban, y el padre Péricand oía risas y retazos ahogados de canciones. Prestó atención y captó un estribillo obsceno canturreado a sus espaldas, como susurrado por unos labios medio cerrados. Les propuso cantar a coro una canción de marcha y la inició entonando con fuerza los primeros versos, pero apenas lo acompañaron unas pocas voces. Pasados unos instantes, todas callaron. También él siguió andando en silencio, preguntándose qué sentimientos despertaba aquella inesperada libertad en los pobres chicos, qué sueños, qué oscuros deseos. De pronto, uno de los más pequeños se detuvo y gritó:
-¡Un lagarto! ¡Eh, un lagarto! ¡Mirad!
Al sol, entre dos piedras, unas colas aparecían y desaparecían; unas cabezas delgadas y chatas se mostraban y se ocultaban; unas gargantas palpitantes se alzaban y bajaban con rápidas y asustadas pulsaciones. Los chicos miraban fascinados. Algunos incluso se habían arrodillado en el sendero. El sacerdote esperó unos momentos y luego les ordenó continuar. Los chicos se levantaron dócilmente, pero, en ese preciso instante, unas piedras salieron despedidas de sus manos tan rápidamente, con una puntería tan sorprendente, que dos lagartos, los más grandes y bonitos, de un gris tan delicado que parecía casi azul, murieron en el acto.
-¿Por qué habéis hecho eso? -exclamó el sacerdote, enfadado. Nadie respondió-. ¿Por qué? ¡Es una crueldad!
-Es que son como las víboras, muerden -respondió un chico de rostro pálido y huraño y nariz larga y afilada.
-¡Qué estupidez! Los lagartos son inofensivos.
-¡Ah! No lo sabíamos, señor cura -replicó el chico con socarronería mal disimulada y una fingida inocencia que no engañó al sacerdote.
Philippe se dijo que no era ni el momento ni el lugar de reñirlos por aquello y se limitó a inclinar levemente la cabeza, como si estuviera satisfecho con la respuesta, pero no obstante añadió:
-Ahora ya lo sabéis.
Y les hizo formar filas para seguirlo. Hasta entonces los había dejado ir como quisieran, pero de pronto pensó que a alguno podía ocurrírsele escapar. Acostumbrados al silbato, a la docilidad, al silencio obligatorio, obedecieron tan perfecta y mecánicamente que a Philippe se le encogió el corazón. Recorrió con la mirada aquellos rostros, súbitamente inexpresivos, apagados, tan impenetrables como una casa cerrada a cal y canto, con el alma recluida en sí misma, ausente o muerta, y les dijo:
-Tenemos que darnos prisa para encontrar un sitio en el que pasar la noche; pero en cuanto sepa dónde dormiremos, y después de cenar (¡porque enseguida empezaréis a tener hambre!), haremos un fuego de campamento y nos quedaremos despiertos tanto rato como queráis.
Y siguió andando entre ellos, hablándoles de los chicos de Auvernia, del esquí, de las excursiones por la montaña, en un esfuerzo por despertar su interés, por ganarse su confianza. Un esfuerzo vano. Tenía la sensación de que ni siquiera lo escuchaban; comprendió que nada que pudiera decirles, ya fuera para animarlos, corregirlos o educarlos, conseguiría penetrar en sus almas, porque estaban cerradas, tapiadas, sordas y mudas.