Capitulo 16

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La vizcondesa de Montmort, que padecía insomnio, tenía un espíritu universal: todos los grandes problemas del momento hallaban eco en su alma. Cuando pensaba en el porvenir de la raza blanca, en las relaciones francoalemanas, en el peligro francmasón y en el comunismo, no lograba pegar ojo. Gélidos escalofríos le recorrían el cuerpo. Se levantaba. Se echaba por los hombros una piel comida por la polilla y salía al parque. Despreciaba el adorno, tal vez porque había perdido la esperanza de paliar con un vestido favorecedor un conjunto de rasgos bastante lamentable -una nariz larga y roja, una tez granujienta, un talle casi contrahecho-, tal vez por el orgullo innato de quien cree en sus indiscutibles méritos y no concibe que puedan pasar inadvertidos a los ojos del prójimo, ni siquiera bajo un fieltro abollado o una chaqueta de lana tejida (verde espinaca y amarillo canario) que su cocinera habría rechazado horrorizada, o tal vez porque menospreciaba las trivialidades. «¿Qué importancia tiene eso, querido?», le respondía con suavidad a su marido cuando éste le reprochaba que se hubiera sentado a la mesa con zapatos de distinto par. No obstante, bajaba de sus alturas de golpe cuando de hacer trabajar a los criados o proteger sus propiedades se trataba.

Durante sus insomnios, se paseaba por el parque recitando versos o se llegaba hasta el gallinero y examinaba las tres enormes cerraduras que impedían la entrada. Después echaba un vistazo a las vacas; al comenzar la guerra había dejado de cultivar flores en los parterres, y ahora los animales pasaban la noche en el jardín. Por último, recorría el huerto al suave claro de luna y contaba las plantas de maíz. Le robaban. Antes de la guerra, el cultivo del maíz era casi desconocido en aquella rica región que alimentaba sus aves de corral con trigo y avena. Ahora, los agentes de la requisa registraban los graneros en busca de sacos de trigo, y las granjeras se habían quedado sin grano para sus gallinas. Habían acudido a la mansión para conseguir plantas de maíz, pero los Montmort las reservaban para ellos y para todos sus amigos de la comarca. Los campesinos se enfadaban.

-Pensamos pagar -decían.

No pensaban hacerlo, pero la cuestión no era ésa. Y los campesinos lo sabían, aunque vagamente. Intuían que se enfrentaban a una especie de masonería, una solidaridad de clase que los ponía a ellos y su dinero por detrás del placer de quedar bien con el barón de Montrefaut o la condesa de Pignepoule. Y como no podían comprar, lo tomaban por las buenas. En el parque ya no había guardas: estaban prisioneros y no habían sido reemplazados. En la región faltaban hombres. Tampoco había manera de encontrar obreros y materiales para reparar el muro, que se caía a pedazos. Los campesinos se colaban por los agujeros, cazaban en el bosque, pescaban en el lago, robaban gallinas, tomateras o plantas de maíz y, en una palabra, se servían ellos mismos. El señor de Montmort estaba en una situación delicada. Por un lado, era el alcalde y no quería ponerse en contra a sus administrados; por el otro, y como es natural, tenía apego a sus propiedades. No obstante, habría optado por cerrar los ojos si no hubiera sido por su mujer, que rechazaba por principio cualquier compromiso, cualquier debilidad.

-A ti lo único que te importa es que te dejen en paz -le decía a su marido con acritud-. Pero fue el propio Jesucristo quien dijo: «No he venido a traer la paz, sino la espada.»

-Tú no eres Jesucristo -gruñía Amaury.

Pero hacía mucho tiempo que en la familia se había aceptado que la vizcondesa tenía alma de apóstol y visión profética. Y Amaury tendía a aceptar las opiniones de su mujer, tanto más cuanto que era la titular de la fortuna del matrimonio y tenía apretados los cordones de la bolsa. Así que la secundaba con lealtad y combatía encarnizadamente a los furtivos, los merodeadores, la maestra que no iba a misa y el empleado de correos, sospechoso de simpatizar con el Frente Popular, por mucho retrato del mariscal Pétain que hubiera puesto en la puerta de la cabina telefónica.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora