Capitulo 15

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Cuando la anciana señora Angellier y el alemán se encontraban cara a cara, ambos retrocedían instintivamente, de un modo que, en el oficial, podía pasar por una afectación de cortesía, por el deseo de no importunar con su presencia a la señora de la casa, y se parecía bastante a la reparada de un purasangre que ve una víbora ante sus patas, mientras que la señora Angellier ni siquiera se molestaba en disimular el estremecimiento que la sacudía y se quedaba rígida, en la actitud de pavor que puede causar la proximidad de un animal peligroso e inmundo. Pero eso sólo duraba un instante: la buena educación sirve precisamente para corregir las reacciones instintivas de los seres humanos. El oficial se erguía todavía más, revestía sus facciones de una seriedad y rigidez de autómata, inclinaba la cabeza y daba un taconazo («¡Oh, ese saludo a la prusiana!», se decía la anciana, sin pensar que, tratándose de un hombre nacido en Alemania oriental, no podía esperarse ni la zalema de un árabe ni el apretón de manos de un inglés). Por su parte, la señora Angellier cruzaba las manos sobre el estómago con un gesto similar al de la monjita que está velando a un muerto y se levanta para saludar a un miembro de su familia sospechoso de anticlericalismo, lo que hace que su rostro adopte diversas expresiones: el aparente respeto («usted manda»), la censura («pero todo el mundo sabe que es usted un descreído»), la resignación («ofrezcamos nuestra repugnancia al Señor») y, por último, un destello de alegría feroz («tiempo al tiempo, amiguito: tú arderás en el infierno mientras que yo me iré al cielo calzada y vestida»), aunque en el caso de la anciana este último pensamiento coincidía más bien con el deseo que formulaba mentalmente cada vez que veía a un miembro del ejército de ocupación: «Ojalá se pudra en el fondo del Canal», porque en esa época se esperaba que intentaran invadir Inglaterra en cualquier momento. Tomando sus deseos por realidades, la señora Angellier incluso creía ver al alemán con las lívidas e hinchadas facciones de un ahogado devuelto a la playa por las olas, y sólo eso le permitía adoptar un rostro humano, dejar que una débil sonrisa vagara por sus labios como el último rayo de un sol que se apaga y responder a su interlocutor, que se había interesado por su salud: «Gracias. Bien, dadas las circunstancias», en un tono lúgubre que se acentuaba en las dos últimas palabras y significaba: «Bien, dado el desastroso estado de mi país por vuestra culpa.»

Detrás de la señora Angellier venía Lucile. Esos días estaba más callada, ausente y seria que de costumbre. Inclinaba silenciosamente la cabeza al pasar junto al alemán, que tampoco decía nada, pero, creyendo que no lo veían, la seguía con una larga mirada; sin volverse, la anciana Angellier, que parecía tener ojos en la nuca cuando de sorprenderlos se trataba, le murmuraba a su nuera, colérica:

-No le prestes atención. Sigue ahí. -La anciana no respiraba libremente hasta que la puerta se cerraba detrás de ellas; entonces, fulminaba a Lucile con una mirada asesina-. Hoy no te has peinado como siempre -le decía con voz seca, o bien-: ¿Te has puesto el vestido nuevo? No te favorece.

Sin embargo, pese al odio que sentía a veces hacia Lucile, simplemente porque ella estaba allí y su hijo, ausente, pese a todo lo que habría podido sospechar o presentir, ni se le había pasado por la cabeza que entre su hija política y el oficial alemán pudiera existir algún sentimiento tierno. En el fondo, todos juzgamos a los demás según nuestro propio corazón. El avaro cree que a todo el mundo lo mueve el interés; el lujurioso, el deseo, y así sucesivamente. Para la señora Angellier, un alemán no era un hombre, sino la personificación de la maldad, la crueldad y el odio. Que otros tuvieran una opinión distinta le parecía imposible, inconcebible... Era tan incapaz de imaginarse a Lucile enamorada de un alemán como de representarse el acoplamiento de una mujer y un unicornio, un dragón, una quimera... El alemán tampoco le parecía enamorado de Lucile, porque no podía atribuirle ningún sentimiento humano. Creía que lo único que perseguía con sus miradas era insultar todavía más aquella casa francesa que ya había profanado; que sentía un placer indescriptible al ver a su merced a la madre y la esposa de un prisionero francés. Lo que realmente la irritaba era lo que ella llamaba «la indiferencia» de Lucile: «¡Prueba nuevos peinados, se pone vestidos nuevos...! ¿Es que no comprende que el alemán pensará que es por él? ¡Qué falta de dignidad!» Le habría gustado cubrir el rostro de su nuera con una máscara y vestirla con un saco. Verla guapa y sana la hacía sufrir, le desgarraba el corazón: «Y mientras tanto, mi hijo, mi pobre hijo...»

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora