Los Corte habían dejado Orleáns y seguían viajando hacia Burdeos. Lo que complicaba las cosas era que no sabían exactamente adónde iban. En un primer momento habían pensado marcharse a Bretaña, pero luego decidieron dirigirse al sur. Ahora Gabriel decía que se iría de Francia.
-No saldremos vivos de aquí -murmuró Florence.
Lo que sentía no era tanto cansancio y miedo como cólera, una rabia ciega, frenética, que iba creciendo en su interior y la ahogaba. A su modo de ver, Gabriel había incumplido el contrato tácito que los unía. Después de todo, entre un hombre y una mujer de su situación, de su edad, el amor es un trueque. Ella se había entregado porque a cambio esperaba recibir de él una protección no sólo material, sino también espiritual, y hasta entonces la había recibido en forma de dinero y prestigio; Gabriel le había pagado como debía. Pero, de pronto, le parecía un hombre débil y despreciable.
-¿Quieres decirme qué vamos a hacer nosotros en el extranjero? ¿Cómo viviremos? Todo tu dinero está aquí, puesto que cometiste la estupidez de traértelo de Londres, nunca he sabido por qué, ¡caramba!
-Porque pensaba que Inglaterra corría más peligro que Francia. He confiado en mi país, en el ejército de mi país. Supongo que no irás a reprocharme también eso, ¿no? Además, ¿por qué te preocupas tanto? Afortunadamente soy famoso en todas partes, creo yo.
Gabriel se interrumpió bruscamente, sacó la cabeza por la ventanilla y volvió a meterla con un gesto de irritación.
-¿Y ahora qué pasa? -exclamó Florence alzando los ojos al cielo.
-Esa gente...
Corte señaló el coche abollado que acababa de adelantarlos. Florence miró a sus ocupantes; habían pasado la noche en Orleáns junto a ellos, en la plaza. El hombre de la gorra, la mujer con el bebé y la otra con la cabeza vendada eran fácilmente reconocibles.
-¡Bueno, pues no los mires! -exclamó Florence, exasperada. Gabriel golpeó violenta y repetidamente el pequeño bolso con adornos de oro y marfil en que iba acodado.
-¡Si acontecimientos tan dolorosos como una derrota y un éxodo no están revestidos de cierta nobleza, de cierta grandeza, no tienen razón de ser! No admito que esos tenderos, esas porteras y esos zarrapastrosos envilezcan un ambiente de tragedia con sus lloriqueos, su cháchara y su grosería. ¡Míralos! ¡Míralos! ¡No los soporto, te lo juro! ¡Vamos, Henri, acelere de una vez! -ordenó al chofer-. ¿Es que no puede dejar atrás a esa chusma?
Henri ni siquiera respondió. El coche, que medía tres metros, se detenía constantemente, atrapado en el indescriptible caos de vehículos, bicicletas y peatones. De nuevo poniéndose a la par del otro, Gabriel observó a la mujer de la cabeza vendada. Tenía cejas negras y gruesas, dientes largos y blancos, y el labio superior cubierto de vello. El vendaje se veía manchado de sangre y con mechones negros pegados al algodón y la tela. Gabriel se estremeció de asco y volvió la cabeza, pero la mujer le sonreía e intentaba entablar conversación.
-No avanzamos mucho, ¿eh? -le preguntó amistosamente, asomándose a la ventanilla-. Por lo menos hemos acertado yendo por aquí. ¡Menudo bombardeo les ha caído encima a los de la otra parte! Todos los castillos del Loira están destruidos, caballero...
La mujer advirtió al fin la gélida mirada de Gabriel y se calló.
-¿Ves como no puedo librarme de ellos?
-¡Pues deja de mirarlos!
-¡Como si fuera tan sencillo! ¡Qué pesadilla! ¡Ah, qué fealdad, qué vulgaridad, qué espantosa ordinariez la de esta gentuza!
Se acercaban a Tours. Gabriel llevaba rato bostezando: tenía hambre. Desde que habían salido de Orleáns, apenas había probado bocado. A semejanza de Byron, decía, era de costumbres frugales; se contentaba con verdura, fruta y agua con gas, pero una o dos veces por semana necesitaba una comida abundante y sustanciosa. Ahora sentía esa necesidad. Iba inmóvil, silencioso, con los ojos cerrados y el hermoso y pálido rostro contraído en una expresión de sufrimiento, como en los momentos en que formaba las primeras frases escuetas y puras de sus libros (le gustaba que fueran tan ligeras y zumbantes como cigarras; luego venía el sonido sordo y apasionado, lo que él llamaba «mis violones». «Hagamos sonar los violones», decía). Pero esa noche su mente estaba ocupada en otras ideas. Volvía a ver, con una intensidad extraordinaria, los sándwiches que Florence le había ofrecido en Orleáns; en su momento le habían parecido poco apetitosos, un tanto reblandecidos por el calor. Eran pequeños bollos untados de foie-gras o rebanadas de pan negro con una rodaja de pepino y una hoja de lechuga; su sabor debía de ser agradable, fresco, ácido. Bostezó de nuevo, abrió el bolso y encontró una servilleta manchada y un tarro de encurtidos.