Desde su habitación, la anciana Angellier oyó gritar al guarda forestal en la plaza del ayuntamiento:
-¡Bando! ¡Orden de la Kommandantur!
En cada ventana aparecieron rostros ceñudos. «¿Con qué nos saldrán ahora?», pensaba la gente con odio y temor. Tenían tanto miedo a los alemanes que, incluso cuando la Kommandantur prescribía por boca del guarda forestal la desratización o la vacunación obligatoria de los niños, no se tranquilizaban hasta pasado un rato del último redoble del tambor y sólo después de haberse hecho repetir por personas instruidas, como el farmacéutico, el notario o el jefe de los gendarmes, lo que acababan de decir.
-¿Eso es todo? ¿De verdad es todo? ¿No van a quitarnos nada más? Luego, conforme se calmaban-: ¡Bien, bien! ¡Entonces, bien! Pero me gustaría saber por qué se meten en eso...
No les faltaba más que añadir: «Son nuestras ratas y nuestros hijos. ¿Con qué derecho quieren matar a las unas y vacunar a los otros? A ellos ni les va ni les viene.»
Los alemanes presentes en la plaza comentaban las órdenes:
-Ahora todos sanos, franceses y alemanes...
En tono de fingida sumisión (¡oh, esas sonrisas de esclavos!, pensaba la anciana Angellier), los vecinos se apresuraban a asentir:
-Claro que sí... Está muy bien... Es en interés de todos... Lo comprendemos perfectamente.
Y, cuando llegaban a casa, arrojaban el raticida al fuego y luego iban corriendo al médico para pedirle que no vacunara al crío «porque acaba de tener paperas» o «porque, con lo mal que se come, no está nada fuerte». Otros decían francamente:
-No nos importaría que hubiera uno o dos enfermos, a ver si así se marchaban los Fritz.
Solos en la plaza, los alemanes miraban alrededor con benevolencia y se decían que poco a poco empezaba a fundirse el hielo entre vencedores y vencidos.
Ese día, sin embargo, ningún alemán sonreía ni hablaba con los vecinos. Estaban todos de pie, muy tiesos, un tanto pálidos, mirando al frente con dureza. El guarda forestal, consciente de la importancia de las palabras que iba a pronunciar, y hombre apuesto y del sur, siempre encantado de atraer la atención de las mujeres, acababa de ejecutar el último redoble de tambor y colocarse los dos palillos bajo el brazo con una gracia y una habilidad de prestidigitador; al fin, con una voz profunda, pastosa y varonil que resonaba en el silencio, leyó:
-Un miembro del ejército alemán ha sido víctima de un atentado: un oficial de la Wehrmacht ha sido cobardemente asesinado por un individuo que responde al nombre de Labarie, Benoît, domiciliado en la granja de... municipio de Bussy.
»El criminal consiguió darse a la fuga. Toda persona culpable de ofrecerle refugio, ayuda o protección o que, conociendo su paradero, haya omitido ponerlo en conocimiento de la Kommandantur en un plazo de cuarenta y ocho horas, incurrirá en la misma pena que el asesino, a saber: será fusilado inmediatamente
La señora Angellier había entreabierto la ventana; cuando el guarda se marchó, se asomó y recorrió la plaza con la mirada. La gente murmuraba, presa del estupor. El día anterior no se hablaba más que de la requisa de caballos, y esta nueva desgracia, añadida a la anterior, sumía sus lentas mentes de pueblerinos en el colmo de la incredulidad: «¿El Benoît? ¿Que el Benoît ha hecho eso? ¡No es posible!» Los granjeros habían sabido guardar el secreto. Los habitantes del pueblo ignoraban lo que ocurría en el campo, en aquellas grandes propiedades celosamente guardadas. Los alemanes estaban mejor informados. Ahora se entendía el porqué de aquel rumor, de aquellos toques de silbato en plena noche, de la prohibición de salir pasadas las ocho el día anterior: «Seguro que trajeron el cuerpo y no querían que lo viéramos.» En los cafés, los alemanes conversaban en voz baja. También ellos tenían una sensación de irrealidad y horror. Llevaban tres meses viviendo con los franceses, codeándose con ellos; no les habían hecho ningún daño; habían conseguido, al fin, y a fuerza de miramientos y buenos modos, establecer relaciones humanas entre invasores e invadidos. Y ahora el acto de un loco volvía a ponerlo todo en entredicho. En realidad, el asesinato en sí mismo les afectaba menos que aquella solidaridad, aquella complicidad que adivinaban a su alrededor (porque, en fin, para que un hombre eluda a un regimiento lanzado en su persecución, hace falta que toda la comarca lo ayude, lo oculte, le dé de comer, a menos, naturalmente, que estuviera escondido en los bosques -que habían batido durante toda la noche- o, aún más probable, que hubiera abandonado la región, cosa que, una vez más, no podía hacerse sin la ayuda activa o pasiva de la población). «De modo -pensaba cada soldado- que después de haberme acogido, de haberme sonreído, de haberme hecho sitio en su mesa, de haber dejado que sentara a sus hijos en mis rodillas, si mañana un francés me mata, no habrá una sola voz que me compadezca y todos encubrirán al asesino lo mejor que puedan.» Aquellos campesinos tranquilos de rostro impenetrable, aquellas mujeres que ayer mismo les sonreían y les hablaban y que hoy, al pasar ante ellos, desviaban la mirada, incómodas, ¡eran otros tantos enemigos! Apenas podían creerlo. ¡Si eran tan buenas personas...! Lacombe, el almadreñero, que la semana anterior les había regalado una botella de vino blanco porque su hija acababa de obtener el diploma de estudios primarios y no sabía cómo expresar su alegría; Georges, el molinero, veterano de la otra guerra, que les había dicho: «¡Que llegue la paz, y cada uno en su casa! Eso es todo lo que nosotros queremos»; las chicas, siempre dispuestas a reír, a cantar, a dejarse besar a escondidas... y de pronto, ¿enemigos otra vez, y para siempre?