Capitulo 29

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En otoño, Charles Langelet volvió a casa. Las porcelanas habían sobrevivido al viaje. El mismo vació las grandes cajas temblando de alegría al tocar, bajo el serrín y el papel de seda, la lisa frescura de una estatuilla de Sèvres o el jarrón rosa heredado de su familia. Apenas podía creer que estuviera en casa, que hubiera regresado junto a sus posesiones. De vez en cuando, levantaba la cabeza y contemplaba la deliciosa curva del Sena a través de la ventana, cuyos cristales conservaban los sinuosos adornos de papel engomado.

A mediodía, la portera subió a hacer la limpieza; Charlie todavía no había contratado criados. Felices o desgraciados, los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que se lleva las hojas muertas y deja al desnudo la forma de un árbol; sacan a la luz lo que permanecía en la oscuridad y empujan el espíritu en la dirección en que seguirá creciendo. Charlie siempre había sido muy prudente con el dinero. Al regreso del éxodo, descubrió que se había vuelto avaro; experimentaba auténtico placer ahorrando todo lo que podía, y se daba cuenta, porque también se había vuelto cínico. Antes no se le habría ocurrido instalarse en una casa desorganizada y llena de polvo; la mera idea de ir al restaurante el mismo día de su regreso le habría hecho renunciar. Pero últimamente le habían ocurrido tantas cosas que ya no se asustaba de nada. Cuando la portera le dijo que, de todos modos, no podría acabar de hacer la limpieza ese día, que el señor no se daba cuenta de la faena que había, Charlie, con voz suave pero firme, le respondió:

-Ya se las arreglará, señora Logre. Trabaje un poco más rápido, y ya está.

-Rápido y bien no siempre van unidos, señor.

-Esta vez tendrán que ir. Se acabaron los tiempos de la comodoneríareplicó Charlie con severidad-. Volveré a las seis. Espero que esté todo listo añadió.

Y, tras lanzar una mirada majestuosa a la portera, que se aguantó la rabia y no replicó, y echar un último y tierno vistazo a sus porcelanas, se marchó. Mientras bajaba la escalera, calculó lo que se ahorraba; ya no tendría que pagarle el almuerzo a la señora Logre. Durante algún tiempo se ocuparía de él dos horas al día; cuando estuviera hecho lo más importante, el piso no necesitaría más que un poco de mantenimiento. Entretanto, buscaría tranquilamente a sus criados, un matrimonio, sin duda. Hasta entonces siempre había tenido un matrimonio, ayuda de cámara y cocinera.

Fue a almorzar a un pequeño restaurante que conocía frente a los muelles del Sena. Dadas las circunstancias, no comió del todo mal. Además, él no era glotón; pero bebió un vino excelente. El dueño le susurró al oído que aún tenía un poco de café auténtico en reserva. Charlie encendió un cigarro y se dijo que la vida era buena. Es decir, no, no era buena; no había que olvidar la derrota de Francia y todos los sufrimientos y humillaciones que llevaba aparejados; pero para él, Charles Langelet, era buena, porque se la tomaba como venía, no se lamentaba por el pasado ni le temía al futuro.

«El futuro será lo que tenga que ser. Me preocupa tanto como esto», se dijo dejando caer la ceniza del cigarro. Tenía su dinero en América, y era una suerte que estuviera bloqueado, porque eso le permitía obtener una disminución de impuestos, o incluso no pagar absolutamente nada. El franco seguiría a la baja durante mucho tiempo. Así que, cuando pudiera tocarla, su fortuna se habría decuplicado. En cuanto a los gastos ordinarios, hacía tiempo que se había preocupado de tener una reserva. Estaba prohibido comprar o vender oro, que ya alcanzaba precios astronómicos en el mercado negro. Charlie recordó con asombro el ataque de pánico que le había inspirado la idea de irse a vivir a Portugal o América del Sur. Algunos de sus amigos lo habían hecho, pero él no era ni judío ni masón, gracias a Dios, se dijo con una sonrisa de desprecio. Nunca le había interesado la política, así que no veía por qué no iban a dejarlo en paz, siendo como era un pobre hombre la mar de tranquilo, totalmente inofensivo, que no se metía con nadie y al que lo único que le importaba en esta vida eran sus porcelanas. Ya más en serio, se dijo que ése era precisamente el secreto de su felicidad en medio de tantos sobresaltos. No amaba nada, al menos nada vivo que el tiempo pudiera alterar y la muerte llevarse; había acertado no casándose, no queriendo tener hijos... Qué equivocados estaban los demás, Dios mío. El único sensato era él.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora