Capitulo 4

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Era la casa más hermosa de la región; tenía cien años. Baja y alargada, estaba construida en una piedra amarilla y porosa que, a la luz del sol, adquiría un cálido tono dorado de pan recién horneado. Las ventanas que daban a la calle (las de las habitaciones principales) estaban firmemente cerradas, con los postigos echados y asegurados contra los ladrones con barras de hierro. La pequeña claraboya redonda del desván (donde permanecían ocultos los tarros, las jarras y las garrafas que contenían los comestibles prohibidos) tenía una reja de gruesos barrotes acabados en puntas con forma de flor de lis, que habían empalado a más de un gato errante. La puerta de la calle estaba pintada de azul y tenía un cerrojo de prisión y una enorme llave que chirriaba quejumbrosamente. La planta baja exhalaba un olor a cerrado, un olor frío a casa deshabitada, pese a la ininterrumpida presencia de sus propietarios. Para impedir que las colgaduras se ajaran y preservar los muebles, el aire y la luz estaban proscritos. A través de la puerta del vestíbulo, con su vidriera de cristales de colores que parecían culos de botella, se filtraba una luz glauca, incierta, que sumía en la penumbra los arcones, las cornamentas de ciervo colgadas en las paredes y los pequeños y viejos grabados, descoloridos por la humedad.

En el comedor, el único sitio donde se ponía la estufa, y la habitación de Lucile, que de vez en cuando se permitía encenderla a última hora de la tarde, se respiraba el grato olor de los fuegos de leña, un aroma a humo y corteza de castaño. Al otro lado del comedor, se extendía el jardín. En esa época del año tenía un aspecto de lo más triste: los perales extendían sus crucificados brazos sobre alambres; los manzanos, podados en cordón, rugosos y atormentados, estaban erizados de punzantes ramas; de la viña sólo quedaban sarmientos desnudos. Pero, unos días de sol, y el pequeño y madrugador melocotonero de la plaza de la iglesia no sería el único en cubrirse de flores; todos los árboles lo imitarían. Desde su ventana, mientras se cepillaba el pelo antes de acostarse, Lucile contemplaba el jardín a la luz de la luna. Los gatos maullaban encaramados a la tapia baja. Alrededor se veía toda la comarca, salpicada de pequeños y frondosos valles, fértil, secreta, de un suave gris perla al claro de luna.

Al llegar la noche, Lucile se sentía rara en su enorme habitación vacía. Antes, Gastón dormía allí, se desnudaba, gruñía, maltrataba los cajones... Era un compañero, una criatura humana. Ahora hacía casi un año que estaba sola. No se oía un ruido. Fuera, todo dormía. Inconscientemente, Lucile aguzó el oído, esperando percibir algún signo de vida en la habitación contigua, ocupada por el oficial alemán. Pero no oyó nada. Puede que todavía no hubiera vuelto, o que la gruesa pared ahogara los sonidos, o que estuviera inmóvil y callado, como ella. Al cabo de unos instantes percibió un roce, un suspiro, luego un tenue silbido, y se dijo que estaba en la ventana, contemplando el jardín. ¿Qué estaría pensando?

No conseguía imaginarlo; por más que lo intentara, no podía atribuirle las reflexiones, los deseos naturales de un individuo normal. No podía creer que contemplara el jardín inocentemente, que observara el espejeo del vivero, en el se adivinaban silenciosas formas plateadas: las carpas para la comida del día siguiente. «Está eufórico -se dijo Lucile-. Recordando sus batallas, los peligros superados. Dentro de un rato escribirá a su casa, a Alemania, a su mujer... No, no puede estar casado, es demasiado joven... Escribirá a su madre, a su novia, a su amante... Pondrá: "Vivo en una casa francesa; no hemos padecido en absoluto, Amalia -se llamará Amalia, o Cunegonde, o Gertrude, pensó Lucile, buscando expresamente nombres ridículos-, Porque somos los vencedores."»

Ahora ya no se oía nada. Había dejado de moverse; contenía la respiración.

«¡Croac!», se oyó un sapo en la oscuridad.

Era como una exhalación musical grave y dulce, una nota temblorosa y pura, una burbuja de agua que estallaba con un sonido nítido.

«¡Croac, croac!»

Lucile entrecerró los ojos. Qué paz, qué triste y profunda paz... De vez en cuando, algo despertaba en su interior, se rebelaba, exigía ruido, movimiento, gente. ¡Vida, Dios mío, vida! ¿Cuánto duraría aquella guerra? ¿Cuántos años habría que estar así, en aquel siniestro letargo, sometidos, humillados, acobardados como el ganado durante una tormenta? Echaba de menos el vivaz parloteo de la radio, que permanecía oculta en la bodega desde la llegada de los alemanes. Se decía que las requisaban y destruían. Lucile sonrió. «Las casas francesas deben de parecerle un tanto desamuebladas», se dijo pensando en todas las cosas que su suegra había escondido en los armarios y puesto bajo llave para preservarlas del enemigo.

Durante la cena, el ordenanza del oficial había entrado en el comedor y les había entregado una breve nota:

El teniente Bruno von Falk presenta sus respetos a ambas señoras Angellier y les ruega tengan la bondad de entregar al soldado portador de estas líneas las llaves del piano y la biblioteca. El teniente se compromete, bajo palabra de honor, a no llevarse el instrumento y a no destrozar los libros.

Pero a la señora Angellier la broma del teniente no le había hecho ninguna gracia. Había alzado los ojos al techo, movido los labios como si musitara una breve plegaria y se sometiera a la voluntad divina, y preguntado:

-La fuerza prevalece sobre el derecho, ¿no es eso?

Y el soldado, que no sabía francés, tras asentir con la cabeza vigorosa y repetidamente, había sonreído de oreja a oreja y se había limitado a responder: -Ja wohl.

-Dígale al teniente Ven... Von... -farfulló la anciana con desdén- que ahora es el dueño. -Y tras sacar las llaves solicitadas del llavero y arrojarlas sobre la mesa, le susurró a su nuera con tono dramático-: Va a tocar la Wacht am Rhein...

-Creo que ahora tienen otro himno nacional, madre.

Pero el teniente no había tocado nada. Siguió reinando un profundo silencio; luego, el ruido de la puerta cochera, que resonó como un gong en la paz de la tarde, les hizo saber que el oficial salía; ambas mujeres habían soltado un suspiro de alivio.

«Ahora se ha apartado de la ventana -pensó Lucile-. Se pasea por la habitación. Las botas, ese ruido de botas... Todo esto pasará. La ocupación acabará. Llegará la paz, la bendita paz. La guerra y el desastre de 1940 no serán más que un recuerdo, una página de la Historia, nombres de batallas y tratados que los estudiantes recitarán en los institutos. Pero yo recordaré este ruido sordo de botas golpeando el suelo mientras viva. Pero ¿por qué no se acuesta? ¿Por qué no se pone zapatillas en casa, por la noche, como un civil, como un francés?... Está bebiendo.» Lucile oyó el siseo del sifón de agua de Selz y el débil chsss-chsss de un limón exprimido. Su suegra habría dicho: «Ahí tienes por qué no encontramos limones. ¡Nos lo quitan todo!» Ahora estaba hojeando un libro. ¡Oh, qué idea tan odiosa! Lucile se estremeció. Había abierto el piano; reconocía el golpe de la tapa y el chirrido que producía el taburete al girar. «¡No! ¡Es capaz de ponerse a tocar en plena noche!» Aunque lo cierto es que sólo eran las nueve de la noche. Puede que en el resto del mundo la gente no se acostara tan temprano... Sí, estaba tocando. Lucile escuchó con la cabeza baja, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. No fue tanto un arpegio como una especie de suspiro que ascendía del teclado, una palpitación de notas; las rozaba, las acariciaba, y acabó con un trino leve y rápido como el canto de un pájaro. Luego, todo quedó en silencio.

Lucile permaneció inmóvil largo rato, con el pelo suelto sobre los hombros y el cepillo en la mano. Al fin, suspiró y pensó vagamente: «Lástima...» (¿Lástima que el silencio fuera tan profundo? ¿Que quien estaba allí fuera él, el invasor, el enemigo, y no otro?) Hizo un leve gesto de irritación con la mano, como si apartara capas de aire demasiado denso, irrespirable. Lástima... Y se acostó en la gran cama vacía. 

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora