El polvorín saltó por los aires y, cuando el espantoso eco de la explosión cesó (todo el aire de la región se desplazó, todas las puertas y ventanas temblaron y la pequeña tapia del cementerio se vino abajo), una larga llama sibilante surgió del campanario. El estallido de la bomba incendiaria se había confundido con el del polvorín. En un segundo, el pueblo estaba en llamas. Había heno en los cobertizos, paja en los graneros... Todo ardió; los techos se derrumbaron y los suelos de madera se partieron por la mitad. La muchedumbre de refugiados se lanzó a la calle, mientras los vecinos corrían hacia las puertas de los establos y cuadras para salvar sus animales; los caballos relinchaban, se encabritaban y, aterrorizados por el resplandor y el fragor del incendio, se negaban a salir y golpeaban con la cabeza y los cascos las paredes en llamas. Una vaca echó a correr llevando entre los cuernos una paca de heno envuelta en llamas, que el animal sacudía furiosamente, lanzando mugidos de dolor y pánico y soltando pavesas a su alrededor. En el jardín, los resplandores teñían los árboles en flor de un rojo sangriento. En otras circunstancias, la gente se habría organizado para extinguir el fuego. Superado el pánico inicial, los vecinos habrían recuperado cierta calma; pero aquella desgracia, sumada a las anteriores, los hundió en el desánimo. Además, sabían que tres días antes los bomberos habían recibido la orden de marcharse con todo su equipo. Se sentían perdidos.
-¡Los hombres! ¡Si al menos los hombres estuvieran aquí! -exclamaban las campesinas.
Pero los hombres estaban lejos, y los chicos corrían, chillaban, se desesperaban, y lo único que conseguían era aumentar el caos. Los refugiados se llamaban. Entre ellos, a medio vestir, con la cara tiznada y el pelo revuelto, estaban los Péricand. Como en la carretera tras la caída de las bombas, los gritos se cruzaban y mezclaban, todos vociferaban -el pueblo no era más que un clamor: «¡Jean! ¡Suzanne! ¡Mamá! ¡Abuela!»-, todos se llamaban al unísono... Pero nadie respondía. Varios chicos que habían conseguido sacar sus bicicletas de los cobertizos en llamas las empujaban sin contemplaciones entre la gente. Sin embargo, todos pensaban que habían conservado la sangre fría, que se comportaban exactamente como debían. La señora Péricand tenía a Emmanuel en brazos y a Jacqueline y Bernard agarrados a la falda (cuando su madre la había sacado de la cama, Jacqueline incluso había conseguido meter a Albert en su cesta, que ahora sostenía apretada contra el pecho). La señora Péricand se repetía mentalmente: «Lo más importante está a salvo. ¡Alabado sea el Señor!» Llevaba las joyas y el dinero en una bolsita de ante sujeta con un alfiler al interior de su camisón; descansaba contra su pecho y se lo golpeaba cada vez que se movía. También había tenido presencia de ánimo para coger el abrigo de pieles y el pequeño bolso de la plata, que guardaba junto a la cabecera de la cama. Los niños estaban allí, ¡los tres! De vez en cuando, la idea de que los dos mayores, Philippe y el loco de Hubert, estaban en peligro, lejos de ella, pasaba por su mente con la brusquedad y viveza de un relámpago. La fuga de Hubert la había sumido en la desesperación, y sin embargo estaba orgullosa. Era un acto irreflexivo, indisciplinado, pero digno de un hombre. Por ellos dos, por Philippe y Hubert, no podía hacer nada, pero sus tres pequeños... ¡los había salvado! Creía que la noche anterior la había alertado una especie de instinto. Los había acostado medio vestidos. Jacqueline no tenía la bata, pero llevaba una chaqueta sobre los hombros desnudos; no pasaría frío. Era mejor que estar en camisón. El bebé iba envuelto en una manta. Y Bernard tenía puesta hasta la boina. En cuanto a ella, sin medias y con unas chinelas rojas, los dientes apretados y los brazos tensos alrededor del pequeño, que no lloraba pero miraba a todas partes con ojos despavoridos, se abría paso entre la aterrorizada muchedumbre sin saber adónde se dirigía, mientras en el cielo los aviones, que le parecían innumerables (¡en realidad eran dos!), pasaban una y otra vez zumbando como siniestros abejorros.
«¡Con tal que no nos bombardeen más! ¡Con tal que no nos bombardeen más! ¡Con tal...!» Esas palabras se repetían como una letanía en su agachada cabeza. Y en voz alta exclamaba: