Lucile Angellier se había sentado a la sombra de un cerezo, con un libro y la labor. Aquélla era la única parte del huerto en que habían dejado crecer árboles y plantas sin preocuparse del provecho que se les pudiera sacar, porque lo cierto era que aquellos cerezos apenas daban fruta. Pero era la época de floración. Recortadas contra un cielo de un azul puro y homogéneo, el azul de Sèvres, cálido y brillante a un tiempo, de ciertas porcelanas finas, las ramas parecían cubiertas de nieve; la brisa que las agitaba ese día de mayo aún era fría; los pétalos se defendían débilmente, se encogían con una especie de friolera coquetería y volvían su corazón de rubios pistilos hacia la tierra. El sol atravesaba algunos y revelaba un entramado de minúsculas y delicadas venas, que destacaban en la blancura del pétalo y añadían a la fragilidad, a la inmaterialidad de la flor, algo vivo, casi humano, en la medida en que el adjetivo humano implica a un tiempo debilidad y firmeza; no resultaba extraño que el viento pudiera agitar a aquellas maravillosas criaturas sin destruirlas, sin siquiera ajarlas; se dejaban mecer soñadoramente; parecían a punto de caer, pero estaban firmemente unidas a las delgadas, lustrosas y duras ramas, unas ramas cuyo aspecto tenía algo metálico, como el propio tronco, esbelto, liso, de un solo fuste con reflejos grises y purpúreos. Entre los blancos racimos se veían hojitas alargadas y cubiertas de un vello plateado; a la sombra, eran de un verde suave; al sol, parecían de color rosa. El jardín se extendía a lo largo de una calle estrecha, una calleja de pueblo bordeada de casitas, en una de las cuales habían instalado su polvorín los alemanes. Un centinela caminaba de un lado a otro bajo un cartel rojo que, en gruesas letras negras, rezaba: VERBOTEN. Y debajo, en francés, con caracteres más pequeños: «Prohibido acercarse a este local bajo pena de muerte.»
Los soldados cepillaban los caballos y silbaban, y los caballos se comían los brotes verdes de los árboles jóvenes. Por todas partes se veían hombres trabajando apaciblemente en los jardines que flanqueaban la calleja. Con sombreros de paja, en mangas de camisa y pantalones de pana, cavaban, descocaban, regaban, sembraban, plantaban... De vez en cuando, un militar alemán abría la verja de uno de aquellos jardincillos y entraba a pedir fuego para su pipa, o un huevo fresco, o un vaso de cerveza. El jardinero le daba lo que pedía; luego, apoyado pensativamente en la azada, lo observaba alejarse y después reanudaba la tarea con un encogimiento de hombros, que sin duda resumía un mundo de pensamientos, tan numerosos, tan profundos, tan serios y extraños, que no encontraba palabras para expresarlos.
Lucile daba una puntada al bordado y volvía a dejarlo. Sobre su cabeza, las flores de cerezo atraían avispas y abejas. Se las veía ir, venir, revolotear, introducirse en los cálices y succionar golosamente con la cabeza hacia abajo y el cuerpo estremecido por una especie de espasmódico alborozo, mientras, como si se burlara de aquellas ágiles obreras, un grueso y dorado abejorro se mecía en el ala del viento como en una hamaca, sin apenas moverse y llenando el aire con su apacible y monótono zumbido.
Desde donde estaba sentada, Lucile podía ver a través de una ventana al alemán que se alojaba en la casa. Desde hacía unos días, tenía con él al perro pastor del regimiento. Estaba en el despacho de Gastón Angellier, sentado al escritorio Luis XIV, vaciando las cenizas de la pipa en la taza de porcelana en que la anciana señora Angellier solía servir la tisana a su hijo; distraídamente, golpeaba con el pie los adornos de bronce dorado que sostenían la mesa. De vez en cuando, el perro, que tenía el hocico apoyado en la pierna del oficial, ladraba y tiraba de su correa. Entonces, en francés y lo bastante alto para que Lucile pudiera oírlo (en la calma del jardín, todos los sonidos flotaban largo rato, como mecidos por la suave brisa), el alemán le decía:
-No, Bubi, no vas a ir a pasear. Te comerías todas las lechugas de esas señoras, y a ellas no les haría ni pizca de gracia; dirían que somos unos soldados groseros y mal educados. Tenemos que quedarnos aquí, Bubi, mirando ese bonito jardín. -«¡Qué crío!», pensó Lucile sonriendo a su pesar-. Es una pena, ¿verdad, Bubi? -añadió el alemán-. Te encantaría hacer agujeros en la tierra con el hocico, ya lo sé. Si en la casa hubiera algún niño pequeño, no habría ningún problema. Nos haría señas para que fuéramos. Siempre hemos hecho muy buenas migas con los niños, pero aquí solo hay dos señoras muy serias, muy calladas y... ¡Más vale que nos quedemos donde estamos, Bubi! -Hizo una pausa y, como Lucile no decía nada, decepcionado, se asomó a la ventana, le dirigió un aparatoso saludo y le preguntó ceremoniosamente-: ¿Tendría usted algún inconveniente en que recogiera unas fresas de su jardín, señora?