El ejército alemán había ordenado una requisa de caballos. En esos momentos, el precio de los animales alcanzaba los sesenta mil, setenta mil francos. Los alemanes pagaban (prometían pagar) la mitad de esa cantidad. Se acercaba la época de las grandes labores agrícolas, y los campesinos preguntaban amargamente al alcalde cómo se las iban a arreglar.
-Con estos brazos, ¿verdad? Pues mire lo que le digo: como no nos dejen trabajar en condiciones, quienes se morirán de hambre serán los de las ciudades.
-Pero, mis queridos amigos, ¡yo no puedo hacer nada!
Los campesinos sabían que, en efecto, no podía hacer nada, pero en el fondo del corazón lo culpaban a él. «¡Verás como él se las apaña, verás como se libra, verás como a él no le quitan sus malditos caballos!» Todo iba mal. No había escampado en dos días, la lluvia saturaba los jardines, el granizo había apedreado los campos. Por la mañana, cuando el teniente Von Falk partió a caballo de casa de las Angellier para dirigirse a la ciudad vecina, donde tendría lugar la requisa, encontró un paisaje desolado, azotado por el aguacero. Sacudidos por el viento, los grandes tilos del paseo gemían y crujían como mástiles de barco. No obstante, Bruno galopaba por la carretera contento; aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules... ¡Cuándo volvería a cazar la garza y el zarapito! Por el camino iba encontrando caballos que, conducidos por sus dueños, se dirigían a la ciudad desde todos los pueblos, todas las aldeas, todas las granjas de la región. «Buenos animales -se dijo Bruno-. Pero mal cuidados. Los franceses, y los civiles en general, no saben nada de caballos.»
Se detuvo para dejarlos pasar. Formaban pequeñas reatas que zigzagueaban por la carretera. Bruno los observaba con mirada atenta, buscando los más adecuados para el ejército. La mayoría acabaría trabajando los campos alemanes, pero algunos conocerían las furiosas cargas en los desiertos de África o los campos de lúpulo de Kent. Porque sólo Dios sabía en qué dirección soplarían en adelante los vientos de la guerra. Bruno recordó los relinchos aterrorizados de los caballos entre los edificios en llamas de Ruán. Seguía diluviando. Los campesinos caminaban con la cabeza agachada, pero la levantaban cuando veían a aquel jinete inmóvil envuelto en su capa verde. Por unos instantes, sus ojos se encontraban con los de Bruno. «¡Mira que son lentos! -pensaba el teniente-. ¡Mira que son torpes! Llegarán con dos horas de retraso, y comeré a las tantas. Porque lo primero son los caballos.»
-¡Venga, vamos, vamos! -murmuró entre dientes, golpeándose las botas con el junquillo y haciendo esfuerzos para no empezar a gritar órdenes, como en las maniobras.
Junto a él pasaban ancianos, niños e incluso mujeres. Los que eran del mismo pueblo iban todos juntos. Luego se producía un vacío, durante el cual sólo el cortante viento llenaba el espacio y el silencio. Aprovechando uno de esos huecos, Bruno lanzó el caballo al galope en dirección a la ciudad. La paciente cola volvió a formarse a sus espaldas. Los campesinos callaban. Les habían quitado a los jóvenes, les habían quitado el pan, el trigo, la harina y las patatas; les habían quitado la gasolina y los coches, y ahora les quitaban los caballos. Y mañana, ¿qué? Algunos se habían puesto en camino la noche anterior. Avanzaban cabizbajos, encorvados, impertérritos. Puede que al alcalde le hubieran dicho que basta, que ya no moverían un dedo, pero sabían mejor que nadie que tendrían que hacer la faena, que la cosecha esperaba, que había que comer. «Con lo bien que vivíamos... -se decían-. ¡Panda de cabrones! Pero hay que ser justos... Es la guerra... De todas maneras, ¿durará mucho, Dios mío?», murmuraban alzando la cabeza hacia aquel cielo de tormenta.