Los Maltête-Lyonnais habían legado a los Péricand no sólo su fortuna, sino
también la predisposición a la tuberculosis. La enfermedad se había llevado a dos
hermanas de Adrien Péricand de corta edad. El padre Philippe la había padecido
hacía tiempo, pero dos años en la montaña parecían haberlo sanado en el
momento en que al fin acababa de ser ordenado sacerdote. No obstante, aún
tenía los pulmones delicados y, tras el estallido de la guerra, fue declarado inútil.
Sin embargo, su aspecto era el de un hombre sano. Tenía tez sonrosada, espesas
cejas negras y apariencia robusta y saludable. Era párroco en un pueblo de
Auvernia. Cuando su vocación se confirmó, la señora Péricand lo abandonó al
Señor. A ella le hubiese gustado un poco de gloria mundana, que su primogénito
estuviera llamado a altos destinos, en lugar de enseñar el catecismo a los hijos
de los campesinos del Puy-de-Dôme. Y a falta de un cargo eclesiástico
importante, habría preferido para su hijo el claustro antes que aquella mísera
parroquia. «Es un desperdicio -le decía con convicción-. Malgastas los dones que
te concedió el Todopoderoso.» Pero se consolaba pensando que la dureza del
clima le hacía bien. El aire de las grandes altitudes, que había respirado en Suiza
durante dos años, parecía habérsele hecho necesario. En París se reencontraba
con las calles y las recorría a largas y ágiles zancadas que hacían sonreír a los
viandantes, porque la sotana no casaba con aquellos andares.
Esa mañana, Philippe se detuvo ante un inmueble gris y entró en un patio
que olía a col: la Obra de los Pequeños Arrepentidos del decimosexto distrito
ocupaba una casa construida detrás de un edificio alto de viviendas de alquiler.
Como lo expresaba la señora Péricand en la carta anual dirigida a los amigos de la
Obra (miembro fundador, 500 francos al año; benefactor, 100 francos, y
afiliados, 20 francos), allí los niños vivían en las mejores condiciones materiales
y morales, entregados al aprendizaje de diversos oficios y a una sana actividad
física. A un lado de la casa se alzaba un pequeño hangar acristalado que
albergaba un taller de ebanistería y un banco de zapatero. A través de los
cristales, el padre Péricand vio las redondas cabezas de los pupilos, que se
alzaron un instante al oír sus pasos. En un recuadro de jardín, entre la escalinata
y el hangar, dos muchachos de unos quince años trabajaban a las órdenes de un
celador. No llevaban uniforme. No se había querido perpetuar el recuerdo de los
correccionales, que algunos conocían ya. Vestían ropa confeccionada por
personas caritativas que aprovechaban restos de lana y telas en su beneficio. Un
muchacho llevaba un jersey verde manzana que le dejaba al descubierto las
delgadas y velludas muñecas. Removían la tierra, arrancaban malas hierbas y
plantaban macetas con irreprochable disciplina. Saludaron al padre Péricand, que
les sonrió. El sacerdote se veía sereno, pero su expresión era seria y un tanto
triste. Sin embargo, su sonrisa irradiaba una gran dulzura, al tiempo que un poco de timidez y tierno reproche. «Yo os quiero. ¿Por qué no me queréis vosotros a
mí?», parecía decir. Los niños lo miraban en silencio.
-Qué buen tiempo... -dijo Philippe.
-Sí, señor cura -respondieron los chicos con mecánica frialdad.
Philippe murmuró otra frase y entró en el vestíbulo. La casa era gris y
pulcra, y la habitación en que se encontraba estaba casi desnuda. El mobiliario se
reducía a dos sillas de rejilla. Era el locutorio donde los pupilos recibían a las
visitas, toleradas pero no alentadas. Por otra parte, casi todos eran huérfanos.
Muy de tarde en tarde, alguna vecina que había conocido a sus difuntos padres o
una hermana mayor que servía en provincias se acordaba de ellos y obtenía
permiso para verlos. Pero el padre Péricand nunca se había encontrado con nadie
en aquel locutorio, contiguo al despacho del director.
El director, un hombre menudo y pálido de párpados sonrosados, tenía una
nariz puntiaguda y trémula como un hocico que olfatea la comida. Sus pupilos lo
llamaban «la rata» y «el tapir». Al ver entrar a Philippe le tendió los brazos;
tenía las manos frías y húmedas.
-No sé cómo agradecerle su bondad, señor cura. ¿Realmente se encargará
de nuestros pupilos? -Los niños debían ser evacuados al día siguiente, y a él
acababan de llamarlo urgentemente al sur, junto a su esposa enferma-. El
celador teme verse desbordado, no poder con nuestros treinta muchachos él
solo.
-Parecen muy dóciles -observó Philippe.
-Sí, son buenos chicos. Nosotros los suavizamos, domamos a los más
rebeldes... Pero, modestia aparte, todo esto lo hago funcionar yo solo. Los
celadores son un poco timoratos. Además, la guerra nos ha privado de uno, y el
otro... -Hizo una mueca-. Excelente si no lo sacas de la rutina, pero incapaz de la
menor iniciativa. Uno de esos hombres que se ahogan en un vaso de agua. En fin,
no sabía a qué santo encomendarme para llevar a buen término la evacuación,
cuando su señor padre me dijo que estaba usted de paso, que mañana regresaría
a sus montañas y que no se negaría a acudir en nuestra ayuda.
-Lo haré con sumo gusto. ¿Cómo viajarán los chicos?
-Hemos conseguido dos camiones. Tenemos suficiente gasolina. Como sabe,
el lugar de acogida se encuentra a unos cincuenta kilómetros de su parroquia.
Apenas tendrá que alargar el viaje.
-Tengo libre hasta el jueves -dijo Philippe-. Me sustituye un compañero.
-¡No, el viaje no durará tanto! Su padre me ha dicho que conoce usted la
casa que una dama benefactora ha puesto a nuestra disposición. Es un amplio
edificio en medio del bosque. La propietaria lo heredó el año pasado y el
mobiliario, que era muy elegante, se vendió poco antes de la guerra. Los chicos
podrán acampar en el parque. Y en esta hermosa estación, ¡qué alegría para ellos!
Al comienzo de la guerra ya pasaron tres meses en Corrèze, en otra casa de campo amablemente ofrecida a la Obra por una de esas damas. Allí no teníamos
ningún medio de calefacción. Por la mañana había que romper el hielo de las
jofainas. Los niños se portaron mejor que nunca. Ha pasado el tiempo de las
pequeñas comodidades, de la regalada vida en paz. -El sacerdote miró el reloj-.
¿Querría almorzar conmigo, padre? -añadió el director.
Philippe rehusó la invitación. Había llegado a París esa misma mañana, tras
viajar toda la noche. Temía que Hubert cometiera no sabía qué locura y había
venido a buscarlo, pero la familia salía ese mismo día hacia Nièvre. Philippe
quería estar presente cuando se marcharan; no les vendría mal que les echara
una mano, pensó sonriendo.
-Voy a anunciar a nuestros pupilos que va usted a reemplazarme -dijo el
director-. Tal vez desee dirigirles unas palabras, a modo de primera
aproximación. Pensaba hablarles yo, despertar sus mentes a la conciencia de las
guerras padecidas por la Patria; pero salgo a las cuatro y...
-Les hablaré yo -respondió el padre Péricand.
Luego, bajó los ojos y se llevó la yema de los dedos a los labios. Una
expresión de severidad y tristeza, dirigidas ambas hacia sí mismo, hacia su
propio corazón, le cubrió el rostro. No quería a aquellos pobres chicos. Se
acercaba a ellos con dulzura, con toda la buena voluntad de que era capaz, pero
en su presencia no sentía más que frialdad y repugnancia, ningún arranque de
amor, ni el menor asomo de la divina palpitación que despertaban los pecadores
más miserables cuando imploraban perdón. En las fanfarronadas de muchos
viejos ateos, de muchos blasfemos impenitentes, había más humildad que en las
palabras o las miradas de aquellos niños. Su aparente docilidad era espantosa.
Pese al bautismo, pese a los sacramentos de la comunión y la penitencia, ningún
rayo salvador llegaba hasta ellos. Hijos de las tinieblas, ni siquiera tenían
suficiente fuerza espiritual para elevarse hasta el deseo de la luz; no la
presentían, no la anhelaban, no la echaban en falta. El padre Péricand pensó
enternecido en sus niños de la catequesis. No, tampoco se hacía ilusiones
respecto a ellos. Ya sabía que el mal había echado raíces firmes y duraderas en
sus jóvenes almas; pero, a veces, qué estallidos de ternura, qué gracia inocente,
qué estremecimientos de piedad y horror cuando les hablaba de los suplicios de
Cristo... No veía el momento de regresar junto a ellos. Pensó en la ceremonia de
la comunión, fijada para el domingo siguiente.
Entretanto, habían llegado a la sala en que acababan de reunir a los
pupilos. Las contraventanas estaban cerradas. En la penumbra, Philippe tropezó
en el escalón del umbral y tuvo que agarrarse al brazo del director. Miró a los
niños temiendo, esperando un estallido de risas ahogadas. A veces basta un
incidente tan nimio como aquél para romper el hielo entre profesores y alumnos.
Pero no; ninguno rechistó. Pálidos, con los labios apretados y los ojos bajos,
esperaban en pie, formando un semicírculo delante de la pared, con los más pequeños en primera línea. Estos tenían entre once y quince años. Casi todos eran
bajos y enclenques para su edad. Detrás estaban los adolescentes, de entre
quince y diecisiete años. Algunos tenían la frente estrecha y pesadas manos de
asesino. Una vez más, en cuanto los tuvo delante, el padre Péricand fue presa de
un extraño sentimiento de aversión y casi de miedo. Tenía que vencerlo a toda
costa. Avanzó hacia ellos, que retrocedieron imperceptiblemente, como buscando
refugio en la pared.
-Hijos míos, a partir de mañana y hasta el final de vuestro viaje, sustituiré
al señor director -anunció-. Ya sabéis que vais a abandonar París. Sólo Dios
conoce la suerte que correrán nuestros soldados y nuestra amada Patria. Sólo Él,
en su infinita sabiduría, conoce la suerte que correremos cada uno de nosotros
en los días venideros. Lamentablemente, es muy probable que todos suframos en
nuestro corazón, porque las desgracias públicas están hechas de una multitud de
desgracias privadas. No obstante, son el único caso en que tomamos conciencia,
ciegos e ingratos como somos, de la solidaridad que nos une como a miembros de
un mismo cuerpo. Lo que me gustaría pediros es un acto de confianza en Dios.
Con la boca pequeña solemos repetir: «Hágase tu voluntad», pero en nuestro
fuero interno exclamamos: «¡Hágase mi voluntad, Señor!» Sin embargo, ¿por qué
buscamos a Dios? Porque anhelamos la felicidad; la aspiración a la felicidad es un
rasgo innato del hombre, y esa felicidad puede dárnosla Dios en esta vida, sin
necesidad de esperar la muerte y la Resurrección, si aceptamos su voluntad, si
hacemos nuestra esa voluntad. Hijos míos, que cada uno de vosotros se confíe a
Dios. Que se dirija a Él como a un padre, que ponga su vida en sus amorosas
manos, y la paz divina descenderá sobre él de inmediato. -Philippe esperó un
instante, observándolos-. Ahora diremos juntos una breve oración.
Treinta voces agudas e indiferentes recitaron el padrenuestro. Treinta
chupados rostros rodeaban al sacerdote; las frentes se inclinaron con un
movimiento brusco, mecánico, cuando el padre Péricand hizo la señal de la cruz
ante ellas. Un niño de boca grande y amarga fue el único que volvió los ojos hacia
la ventana, y el rayo de luz que se colaba entre los postigos iluminó una delicada
mejilla cubierta de pecas y una nariz fina y contraída.
Ninguno de ellos se movió ni respondió. A un toque de silbato del celador,
se pusieron en fila y abandonaron la sala.