Capitulo 17

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Gabriel Corte seguía dejándose condicionar por reflejos de otra época: cuando le hacían daño, su primera reacción era quejarse; sólo se defendía después. A toda prisa, arrastrando a Florence, en Paray-le-Monial buscó al alcalde, los gendarmes, un diputado, un prefecto, cualquier representante de la autoridad que pudiera devolverle la cena que le habían robado. Pero las calles estaban desiertas; las casas, mudas. Al doblar una esquina topó con un grupo de mujeres que parecían vagar sin objeto, pero escucharon sus preguntas.

-No sabemos, no somos de aquí. Somos refugiadas como ustedes -explicó una de ellas.

Un débil olor a humo llegaba hasta ellos, llevado por la suave brisa de junio.

Al cabo de un rato, Florence y Gabriel empezaron a preguntarse dónde habían dejado el coche. Ella creía que cerca de la estación. Él se acordaba de un puente que habría podido guiarlos. La luna, serena y magnífica, los alumbraba, pero en aquella pequeña y vieja ciudad todas las calles se parecían. Todo eran gabletes, viejos guardacantones, balcones inclinados hacia un lado, callejones oscuros...

-Un mal decorado de ópera -refunfuñó Corte.

El olor también era el que se percibe entre bastidores, a moho y polvo, con un lejano hedor a letrina. Hacía mucho calor; a Gabriel el sudor le perlaba la frente. Oyó las llamadas de Florence, que se había rezagado y le gritaba:

-¡Espérame! ¡Para de una vez, cobarde, canalla! ¿Dónde estás, Gabriel? ¿Dónde estás? ¡Cerdo!

Sus insultos rebotaban contra las viejas fachadas, como balas: «¡Cerdo, viejo miserable, cobarde!»

Consiguió alcanzarlo cuando estaban llegando a la estación. Se le echó encima y le pegó, lo arañó, le escupió en la cara, mientras él se defendía chillando. Parecía imposible que la voz grave y cansada de Gabriel fuera capaz de alcanzar notas tan vibrantes y agudas, tan femeninas y salvajes. El hambre, el miedo y el cansancio los estaban volviendo locos. Les había bastado un vistazo para constatar que la plaza de la estación estaba vacía y comprender que la ciudad había sido evacuada.

Los demás estaban lejos, en el puente iluminado por la luna. Sentados en el suelo, sobre el empedrado de la plaza, había varios grupos de soldados. Uno de ellos, un muchacho muy joven, pálido y con gafas gruesas, se levantó con esfuerzo y se acercó con intención de separarlos.

-Vamos, caballero... Venga, señora, ¿no les da vergüenza?

-Pero ¿dónde están los coches? -chilló Corte.

-Han ordenado retirarlos.

-Pero ¿quién? ¿Por qué? ¿Y nuestro equipaje? ¡Mis manuscritos! ¡Soy Gabriel Corte!

-¡Por amor de Dios, ya encontrará sus dichosos manuscritos! ¡Y déjeme decirle que otros han perdido mucho más!

-¡Ignorante!

-Lo que usted diga, caballero, pero...

-¿Quién ha dado esa estúpida orden?

-Eso, caballero... Se han dado muchas que no eran más inteligentes, debo reconocerlo. Encontrará usted su coche y sus documentos, estoy seguro. Entretanto, no deben quedarse aquí. Los alemanes llegarán de un momento a otro. Tenemos orden de volar la estación.

-¿Y adónde vamos?

-Vuelvan a la ciudad.

-Pero ¿dónde nos alojaremos?

-Sitio no les va a faltar. Todo el mundo se larga -dijo otro soldado que se había acercado a Corte.

El claro de luna derramaba una luz tenue y azulada. El hombre tenía un rostro rudo y severo: dos grandes pliegues verticales le surcaban las toscas mejillas. Posó la mano en el hombro de Gabriel y, sin esfuerzo aparente, lo hizo girar.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora