XVI

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EL DIABLO, CAPÍTULO 16:



"Bed Stuy, 6: 12 p.m."



Centro de la ciudad.



Conduzco lo más rápido que puedo, las gotas de lluvia comienzan a caer de manera imprevista en el Bed Stuy, como si estuviesen sincronizadas con el torbellino que es mi vida.

Cuando llego a la iglesia, empuño la carta en mis manos, arrugándola sin el más mínimo cuidado.

Mi cabello gotea al igual que toda mi ropa al salir del auto. Mis manos tiemblan aun con el papel entre mis palmas al poner mis pies en frente de la gran entrada a la misa. Necesito sentirme vivo, sentir las gotas de agua resbalando en mi rostro.

El frío no se filtra en mis poros en cuanto cruzo el vacío salón antes de subir las escaleras a la oficina del padre Tomás. Sacudiendo mi cabello con el fin de que se seque un poco y no mojar el piso, giro el picaporte de la puerta, poniendo mis pasos empapados dentro, sin anunciarme o algo parecido.

El padre voltea hasta posar su mirada en mí, ayudándose de una muleta y con una pierna enyesada, gira su cuerpo totalmente. Su sotana roja, la cual limpiaba antes de mi llegada, es puesta sobre el viejo escritorio.

―¡¿Qué fue lo que pasó?! ―hace fuerza para moverse hasta quedar frente a mí, con sus ojos abiertos al contemplar mi aspecto desahuciado y mojado.

―Tenemos que hablar, sin interrupciones ―aviento la carta sobre el escritorio, la cual es tomada por las manos manchadas del viejo padre que se dispone a leerla, frunciendo el ceño cada que llega a una mancha de humedad en el papel causada por mis manos.

Literalmente, yo apesto a muerte en todos los sentidos.

Sus ojos se transforman en una incógnita gigante.

―Dios mío ―murmura al terminar de leer, apegando el papel a su pecho―. ¿Dónde está Casian ahora?

Esa pregunta basta para que mis reclamos, que deben ser hechos a terceras personas, revienten en la cara del religioso.

―¡¿Y cree que yo sé?! ―vocifero incomprendido.

―Tranquilízate ―pide el hombre, tomando asiento detrás de su maldito escritorio.

―¡Ya estoy muerto! ―respondo, alterado, anunciando mi nuevo estado y el hombre levanta la vista a mí.

―No hijo, no morirás, encontraremos una solución ―claramente, no entiende lo que sucede.

Gruño, sin saber cómo explicárselo, como le diré que me han metido una bala en el pecho.

―¡No!, estoy muerto, ¡maldita sea! ―en un impulso, choco mis manos contra la madera del escritorio haciendo que éste se tambalee, así, agarro la mano del padre, colocándola sobre mi muerto pecho.

―Na...nada ―niega, sin poder procesarlo.

―Exacto ―asiento, abandonando mi tacto en su mano.

―Esto no puede ser ―sus ojos cristalizados me contemplan de pies a cabeza.

―Lo es, ya cumplí la primera faceta de la maldición, estoy muerto ―afirmo, observando a un punto cualquiera de la habitación.

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