14: Derek McCallum.

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Derek McCallum nació en Glasgow, Escocia, en los fríos meses de invierno. Su familia era una de la más adineradas del lugar y por ello creció rodeado de lujos y comodidades. La mansión McCallum era un inmenso castillo en las afueras de la ciudad, con torres altísimas y cientos de ventanas que demostraban la infinidad de cuartos con los que te podías encontrar en su interior. De color terracota, la mansión era una construcción imponente, que reflejaba a la perfección el carácter de los McCallum.

Su familia estaba compuesta por sus padres, su hermano y él, el pequeño de la familia. Kenneth McCallum era gerente de una muy buena compañía de finanzas que competía por el liderazgo en el mercado, Adaira McCallum siempre fue la perfecta ama de casa que dedicaba su vida entera a su familia y Archie, su hermano mayor, era el hijo prodigio que había sido aceptado en las mejores universidades del mundo.

Dado que su padre sólo existía para el trabajo y su hermano mayor estudiaba en el extranjero, Derek recibió todo el amor y cariño de su madre. Ambos forjaron un vínculo inquebrantable, se amaban con locura y hicieron inseparables. Adaira le regaló años de su vida exclusivamente a su hijo menor, a su preferido, lo malcrió, le perdonó sus travesuras de niño y le obsequió todo lo que tenía para dar. Por su parte, la madre se convirtió en el ídolo de Derek, en la persona más importante de su vida, pues siempre había estado ahí para él.

Los años pasaron y con ellos llegó la adolescencia con todos sus cambios hormonales que ya empezaban a notarse en Derek desde pequeño. Comenzó a tener más músculo, su voz se engrosaba cada vez más, el vello por todas partes... Y con ello, el carácter de Derek también se estaba formando. Se estaba convirtiendo en un joven caprichoso, egoísta, malcriado. De aquellos que toman lo que quieren cuando quieren y no permiten desafíos, el mundo era de su propiedad. Con todos los deportes que practicó a lo largo de toda su vida y el boxeo que aprendía en esa época, no había nadie que lo parara. Peleaba sus propias batallas, nadie se atrevía a acercársele o enfrentarlo. Se transformó en el líder de su clase, de sus amigos, de todo.

En esos tiempos, su madre ya no estaba tan presente como antes. Derek podía notarla decaída, con ojeras, olvidadiza. Ya casi nunca se ocupaba de él y se pasaba sus días encerrada en su habitación, Derek podía jurar que la había escuchado llorar más de una vez. Pero cada vez que él intentaba ayudarla, ella lo corría, asegurándole que no pasaba nada, que todo iba a estar bien.

Cuando ya había cumplido 16 años, su madre le dijo que tenían que viajar a Estados Unidos. Como siempre, su padre estaba metido en el trabajo y hacía meses que no veía a su hermano.

—¿Qué tenemos que hacer allí? —Le preguntó él.

—Es complicado, cariño —Adaira corría de un lado a otro, preparando la maleta de viaje, sacando ropa por allí y ropa por alla.

Derek la miraba apoyado en el marco de la puerta de la habitación de ella, sin entender absolutamente nada.

—Puedes intentar explicarme, ya no soy un niño, mamá.

Ella lo miró mientras cerraba la valija, dudosa acerca de qué debía decirle. Se acercó a él, Derek aún notaba sus orejas, los ojos hinchados y el nerviosismo reflejado en sus manos. Ya casi no tenía uñas, él notó que se las había comido todas a diferencia de la gran manicura que presumía antaño.

—Tu padre nos espera ahí, está todo bien, cariño -Su madre clavó sus grandes ojos miel en él mientras acariciaba su mejilla—. Es sólo que no puedo hacer esto sin ti —Ella volvió a suspirar y continuó con los preparativos para el viaje.

Derek la observó con detenimiento. Él sabía y recordaba que antes, Adaira McCallum había sido una mujer hermosa. Con una larga cabellera castaña, llena de ondas que enmarcaban su rostro de ángel. Un cuerpo esbelto que siempre estaba luciendo las mejores vestimentas, las cuales la hacían resaltar mucho más de lo que ya lo hacía. Con el paso del tiempo, Adaira se descuidó y tan sólo quedaba un fantasma de la belleza escocesa que había sido antes. Ya no se teñía las canas y tampoco llevaba la edad de la manera tan lujosa que lo hacía antes.

Los amigos no mienten ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora