Capítulo 3. Las pruebas de acceso

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Capítulo 3

Las pruebas de acceso

Ring, ring, ring, ring, ring...

Aquel estridente sonido era mi despertador, y eso significaba que tenía que vestirme para ir a clase. Gruñí y bufé, odiaba las mañanas. Apagué aquel maldito trasto a tientas y me levanté perezosa de la cama. Me puse la peluca, luego la venda y finalmente la ropa. Cogí lo primero que ví: unos vaqueros anchos y una sudadera verde y blanca. Antes de salir eché un vistado a mi aspecto. Todo estaba en orden. Recogí mi mochila negra y la llené con varios libros.

Salí corriendo, como siempre llegaba tarde. Lo peor de todo era que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba el maldito laboratorio de química. A primera hora de la mañana química, que suertuda era, por si alguien no lo notó: era sarcasmo.

Di vueltas y vueltas por los pasillos, subía y bajaba escaleras mientras corría todo cuanto mis piernas me permitían.

Y como un milagro el laboratorio apareció ante mí, por desgracia la puerta estaba cerrada. El profesor ya estaba centro, probablemente asignando los nuevos sitios para el resto del curso, y no quería sentarme en primera fila. La primera fila siempre está reservada para los que llegaban tarde. Abrí muy despacio la puerta, y entré agachada. Caminé entre pies hasta llegar a un asiento libre. Rápidamente me senté.

-Tú debes de ser Charlie Davis -el señor Reiner me dijo.

-Sí, ese soy yo -dije dudosa.

-Bien y sabrá que si llegar tarde, se queda fuera de la clase -cruzó los brazos y cambió el peso de una pierna a la otra.

Pillé la indirecta. Me levanté y con orgullo cerré la puerta tras de mí. Tendría que quedarme fuera de clase muchas, pero que muchas clases y todo por ser impuntual. La hora pasó rápida mientras que yo estaba ensimismada en mis pensamientos.

A la hora de la comida me dirigí a la cafetería. Eran las dos de la tarde, dos horas más y llegaría el momento de lucirme.

Me senté en una mesa al lado de la ventana, sola. Nadie se me acercó y no me importó, prefería estar sola mientras pensaba en mis cosas. Entre esas cosas me preguntaba si llegaría a ser la cuarta bateadora (que es estratégicamente uno de los bateadores más importantes) o si sería la nueva pitcher. Mis lanzamientos era exceptionales, tenían velocidad y fuerza; mi punto débil, la puntería. Aunque acabaría mejorando. Y qué decir de mis bateos (sí, lo sé, mi ego es enorme), eran alucinates.

Al acabar de comer fui a las siguientes clases y por fin llegó la hora de la verdad. Mi hora. El momento decisivo. El instante de la vida o la muerte. La oportunidad para... Bueno creo que lo habeis pillado.

Salí corriendo, como alma que lleva el diablo. En el campo de beísbol se encontraba el entrenador, que era el señor Sanders. Ya me aprendí su nombre. Entre los alumnos divisé a Drake y a un chico que se me hacía demasiado familiar. Sus ojos eran verdosos y su cabello castaño. Su rostro era muy, muy familiar. Eso era un problema. ¿Y si me reconocía? Traté de no pensar en eso y le ignoré.

Habría unos treinta alumnos, seguro que más de la mitad no entrarían. Estaba nerviosa, aunque la palabra nerviosa se quedaba corta. Bueno, pues me temblaban la manos y el corazón me latía a mil por hora. Respiré hondo, y de este modo mis manos recuperaron su firmeza, mi corazón dejó de estar desbocado. Repetí varias veces la respiración profunda, ya me había calmado.

-Os haré una prueba individual a cada uno -anunció el entrenador Sanders-, una de lanzamiento y otra de bateo. Empezaremos por tí -señaló a un chico desconocido-, tú lanzarás, y tú -apuntó a otro- batearás.

Ella es un chicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora