37.-Londres.

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—¿Podemos simplemente caminar?

Mi tono de voz subió una octava al ponerme nerviosa.

—¿Por qué?

Me mordí el labio con los brazos cruzados. Desde el accidente, no había cogido fobia a los coches, pero he de decir que no me proporcionaban ni una pizca de confianza. Menos aún si no sabía de qué forma conducía Chase.

—¿A dónde quieres ir exactamente? —pregunté en su lugar.

Chase estaba a punto de perder la paciencia.

—A un sitio tranquilo.

—¿Por qué no al bar de Luke? —pregunté, aunque sabía que iba a ser una cuestión retórica.

—Aeryn, esta va a ser la única oportunidad que vas a tener de obtener algunas respuestas sobre mí. Si estás interesada, sube. Si no, nos vemos en el instituto.

Caray, sí que debía de estar trastocado para ser capaz de ofrecer un pedazo de su alma al diablo.

Esta vez, sin vacilaciones, me subí detrás de él en el automóvil. Olía a licor, tabaco y tapicería de los ochenta. En realidad, el coche era antiguo, pues aún funcionaba con un casete para cintas en vez de radio moderna.

Chase arrancó sin mediar palabra y yo me acurruqué en el sillón rezando con los brazos cruzados.

—¿Puedes poner música?

Chase dirigió una mirada furtiva a mi expresión, que yo intentaba que fuera neutral, y relajó un poco la mandíbula. Alargó su escuálido brazo pecoso hasta el botón de encendido. Un ruido metálico sonó por los altavoces, y estuvo al menos cinco minutos sin emitir algo coherente. Finalmente, cuando nos desviábamos a la carretera nacional, empezaron a entenderse las palabras. Era música pop actual, lo que no pegaba teniendo en cuenta el tipo de coche.

—¿A dónde vamos?

—A Londres —contestó sin más.

Alcé las cejas irguiéndome en el asiento del copiloto.

—Estás de coña, ¿verdad?

—¿Me ves con ánimo de bromear? —Chase apartó los ojos un segundo de la carretera y me mordí la lengua para no gritar.

—No hagas eso. Por favor.

—¿El qué? —hizo amago de sonreír, repitiendo el mismo movimiento.

—Lo estoy diciendo muy en serio. —Ahora era yo la que no tenía ni una pizca de expresión en el rostro.

O se dejaba las gilipolleces o me bajaba del coche en marcha. Cualquier opción sería más rápida que la agonía que me invadía por dentro en ese instante.

No dijo nada, pero pareció captar la indirecta. En su lugar, cuando ya empecé a reconocer los bulliciosos centros comerciales enormes y el tráfico comenzaba a ser insoportable, comunicó:—Estamos a punto de llegar.

—Genial —dije sin ánimo. Mi madre me va a matar, pensé en su lugar.

Encontramos aparcamiento en un lado de la carretera, bastante lejos aún del centro peatonal y turístico de la gran ciudad europea.

—A partir de aquí, toca coger el metro.

Sonó un pitido cuando accionó el botón de las llaves del coche. Mi dedo voló señalando encima de mi cabeza al cartel que indicaba que había que poner un ticket.

—¿No vas a pagar?

Su respuesta fue un nuevo encogimiento de hombros.

La boca del metro estaba concurrida, y el sonido de un violín nos llegó a lo lejos.

PHILOPHOBIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora