1

417 70 76
                                    

La frutería tenía una fragancia fresca y viva

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

La frutería tenía una fragancia fresca y viva. El ligero aroma a campo se adentró por mis cavidades nasales con un hambre voraz que me llenó los pulmones al instante. Aquello era lo que más me gustaba de aquel sitio, el olor a libertad. La tripa me rugió con fiereza y opté por ir directa hacia la vendedora y dejar de observar los contenedores repletos de fruta que me envolvían. De todas formas, no tenía suficiente como para comprar nada más así que prefería no torturarme observando aquellos exquisitos manjares acuosos de colores vivos.

— Cuatro manzanas, por favor.

Puse ambas manos sobre el pequeño mostrador de mármol y miré directamente a los ojos a la mujer que tenía frente a mí. No era demasiado vieja, tendría casi unos cincuenta años y olía a cerezas. Su flequillo estaba poblado por canas de un color blanquecino, aunque aún se podía observar su tono de cabello natural recogido tras de si en una corta cola de caballo. Una mezcla entre rubio y castaño claro.

— Aquí tiene.

La mujer me pilló desprevenida observando con la boca abierta la caja de manzanas verdes que había a mi derecha. Ella, tras haber cogido las manzanas que le había pedido me entregó la bolsa con una sonrisa apenada. Comprendía la sensación que se adueñaba de mi estómago la mayor parte del tiempo. Ella también la sentía.

— Gracias.

Ella asintió y me sostuvo la mirada. Yo saqué unas monedas de mi bolsillo y las dejé caer sobre el mostrador con delicadeza. El estómago me rugió de nuevo. Me hubiese comido una de aquellas perlas verdosas, pero eran para el pastel de manzana que haría mi madre por el cumpleaños de Nick aquella tarde. Nicholas, mi hermano pequeño, cumplía 6 años.

La señora me miró con ternura al intuir lo que me estaría pasando por la cabeza, así que antes de que pudiera girarme y marcharme de la tiendecilla me cogió del brazo, frenándome.

- Espera – Dijo. Yo me quedé quieta y la observé sin comprender, pero entonces metió la mano en la caja y me entregó otra manzana. Primero me negué en rotundo, pero la mujer insistió — Vamos, sé que estas deseando pegarle un mordisco.

A pesar de no estar del todo de acuerdo le agradecí sonriendo, le pegué un mordisco a la manzana y me marché caminando, bolsa en mano, hacia casa. Las botas cada vez pesaban más a cada paso que daba. Aquel tipo de actos de caridad pocas veces sucedían. Aquella señora estaba perdiendo dinero, y por lo tanto también oportunidades de comer, por regalarme aquella manzana. La mayoría de personas estaban como yo, incluso peor aún. Desde ese instante me pareció que la señora de la frutería era un ángel caído del cielo.

Aunque siempre había muchísimas personas caminando a mi alrededor todos los días no conocía a mucha gente, ya que pasaba los días ayudando a mi madre en casa u horneando pan con mi padre para venderlo en la panadería. Con mis amigos del colegio ya apenas tenía contacto, aunque tampoco había sido nunca muy social que digamos. En el reino, el periodo de estudio era bastante más corto que muchos años atrás. Los niños comenzaban a estudiar a los tres años y acababan el colegio a los diez. A partir de ahí era misión de las familias comenzar a introducir a sus hijos en algún oficio. En mi caso era aprendiz de mi padre en la panadería. Por el contrario las personas que vivían en los alrededores del palacio, y que por supuesto eran de clase alta, estudiaban hasta los dieciséis. Aunque a veces había excepciones de personas que lo dejaban a los catorce. Yo hacía siete años que había acabado el colegio y apenas recordaba cómo se llamaban mis amigas. Supongo que no estábamos muy unidas al fin y al cabo. No sabía nada de ellas.

SobrevivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora