13

104 29 7
                                    

Cuando Félix abrió los ojos de nuevo, después de 9 horas durmiendo, todos nos levantamos y fuimos corriendo a ver como estaba. Pensábamos que no volvería a abrirlos nunca más. Su respiración se había ralentizado de tal manera que pensábamos que había dejado de respirar.

Frunció el ceño y nos miró uno a uno, desorientado.

— ¿Qué... pasa? — Puso las manos a ambos lados de su cuerpo y se incorporó. Cuando intentó levantarse Cedric le puso una mano en el pecho y lo empujó delicadamente hacia atrás, haciendo que se sentará de nuevo. Negó varias veces con la cabeza y hizo un ruidito de desaprobación con la boca.

— No no no muchachito. Tú te quedas ahí sentado.

— Pero...

— ¿Acaso no recuerdas que te ha rozado un rayo en la pierna? No pensamos dejar que te levantes hasta que la crema haya hecho efecto.

Por un momento Félix lo miró dubitativo. Se veía la niebla que taponaba su mente a través de los ojos. Frunció el ceño de nuevo, como si no supiera de que hablaba.

— ¿No lo recuerdas? — Interrogué nerviosa.

— No no... Quiero decir ¡Sí! Sólo que el recuerdo esta algo... borroso.

Se masajeó la frente con las dedos.

— Quizá aún estés en shock — Comentó en un tono algo bajito Gillian. Miraba la pierna de Félix, y aunque se había enterado de todo parecía ensimismado.

— ¿Qué es esto? — Preguntó Félix.

Con la punta de los dedos levantó el filo de una de las hojas que cubrían el lugar donde el rayo le había chamuscado la pierna.

— ¡No... — Cedric rápido como un rayo, irónicamente, le dio un manotazo en la mano curiosa que quería sacar a la luz su misterioso potingue — ...toques eso! Luego tengo que cambiártelo y podrás verlo, pero ahora estate quietecito y no toques nada... Por favor.

Félix simplemente asintió en silencio.

La cueva se mantuvo en silencio por un buen rato, como única melodía de fondo la de una gotera del techo.

Dorian se puso de pie y cogió una de las mochilas vacias.

— Voy a salir a dar una vuelta. Necesito que me de el aire. Luego vuelvo.

Mochila al hombro, Dorian salió por patas de la cueva.

Sus pisadas eran rápidas y firmes, aunque algo patosas para ser las de la Dorian a la que todos conocíamos. La fuerte y rebelde Dorian. ¿Se estaría desmoronando? Las personas fuertes tienen derecho a derrumbarse.

— ¿Qué le ocurre? — Preguntó Gillian con una ceja alzada.

Suspiré — Estará agobiada.

 —  ¿Agobiada? ¿De qué? ¿De estar aquí con nosotros? — Estaba tenso, se notaba en la musculatura de sus brazos y de la mandíbula.

Poco a poco me había ido calentando, y al final exploté. Dejé marchar todo lo que retenía desde hacía días atrás. Aunque nadie comprendiera porqué decía lo que estaba apunto de soltar necesitaba decirlo.

 —  ¡Tal vez este agobiada porque estamos encerrados en esta maldita cueva hasta que Félix pueda caminar! ¡O no sé... tal vez porque no para de morir gente a nuestro alrededor y no podemos hacer nada! ¡Porque no sabes si vas a ser el siguiente en la lista!

 —  Kailee, yo no quería...

 —  Lo sé Félix ¡Ya lo sé! Nada de esto es culpa tuya, pero es que me cuesta tanto mantener la presión que siento cada vez que alguien muere...

— Kailee... No sabía que lo estabas pasando mal, perdóname. Cuando te sientas de esa manera habla conmigo, yo te escucharé y estaré contigo siempre — Gillian se había ido acercando poco a poco a mi.

Me miró con aquellos ojos azules tan cálidos. La marea tempestuosa que parecía llevar desde la mañana anterior atormentandolo pareció calmarse, ahora las aguas se habían relajado, casi inmóviles, como en un remanso de paz.

Abrió sus brazos de par en par y no pude evitar tirarme encima suyo. Lo apreté contra mí como si la vida me fuera en ello y respiré ese aroma a hierba fresca que lo envolvía todos los días. Cada día se me hacía más familiar.

No pude evitar que las lágrimas cayeran.

Las gotas resbalaron por mis mejillas en un llanto silencioso. Pero pronto comencé a sollozar y me aferré a su traje con fuerza.

— ¡No no! ¡Por favor no llores! Lo que más odio en el mundo es ver a una mujer llorar. Y mucho menos por algo de lo que no tiene la culpa.

Esta vez fue él quien me apretó contra si mismo. Un calor sofocante me recorrió de pies a cabeza y noté donde mis manos agarraban su espalda como la piel me ardía. Pero me dio igual, y no lo solté.

Al final me quedé dormida en sus brazos, pensando quién me abriría la puerta mañana para ver salir el sol, sin que lo apagara el dolor que me provocaba esta presión en el pecho, y sin que ardiera por su culpa.
Y en mis manos temblorosas agarradas a su traje.

Si pienso en la verdad, no quiero verme sola.

Sola.

Que palabra más vacía.

SobrevivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora