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Ni si quiera quise mirar las dichosas luces liláceas de los fuegos artificiales que iluminaban el cielo, entonces ya oscuro. Tampoco me atreví a observar de nuevo su rostro, que se proyectó sobre una roca y luego se vio cubierto por una gigantesca cruz roja. Sentía que de algún modo había sido culpa mía. Sus palabras sobre nuestro futuro habían calado en mi mente. ¿Y si tenía razón y lo que le habían explicado era cierto? Entonces solo quedaría yo con vida, y todos los demás morirían. Rick moriría. Pam. Timothy. Dorian. Cedric. Todos serían eliminados, incluido Gillian. Pensar en aquello me revolvía el estómago. Por una parte me daba por pensar en los demás y la idea de quitarme del medio cada vez se hacía más presente. Pero por otro lado me permitía el privilegio de ser egoísta y no querer desprenderme de este mundo con tanta facilidad. Además, en casa me esperaban. Mis padres me necesitaban, y Nick me necesitaba. No podía abandonarlos, no para siempre. 

Esa noche fue bastante lúgubre, todos se mantenían más en silencio que de costumbre y yo soñé con los cuerpos ensangrentados de mis amigos. Mi ensoñación llegó a ser bastante tenebrosa. Una niebla azulada deboraba todo lo que encotraba a su paso y tan solo dejaba a la vista una zona de la montaña. Hubiera preferido que la niebla hubiera consumido todo para no tener que presenciar aquella imagen. Tardaría un tiempo en borrar la escena de mis retinas.

Todos estaban muertos a mi alrededor, con sus cuerpos sin vida tendidos sobre el pasto verde. Aunque del verde intenso de la hierba quedaba poco, estaba totalmente eclipsado por el espeso color carmesí oscuro que se había secado sobre el suelo. Parecía que cada uno había sufrido de alguna manera distinta antes de morir. Cada cuerpo parecía haber muerto por culpa de circunstancias totalmente aleatorias y crudas. Decapitados, con la cara desfigurada, abiertos por el estómago o incluso aplastados, literalmente. A pesar de ser tan solo una pesadilla, sentí como la bilis me subía por la garganta, esperando a que le dejara paso entre mis labios para salir al exterior. Era un sueño terrorífico. En mis brazos estaba el cuerpo de Gillian, que parecía haberse desangrado por un corte en la garganta. El corte era fino y primoroso como el de una espada. Mi espada. Lo peor del sueño era que mientras yo luchaba para no desmoronarme entre el mar de cadáveres, la vocecita débil de Félix resonaba en mi cabeza. Una y otra vez, repitiendo las mismas palabras. Te lo dije.

Dormimos tirados en el suelo, como nos habíamos acostumbrado a dormir desde hacía varios días. Rick era el único que durmió sentado sobre una de las ramas más gordas de un árbol. Su excusa era que así podía hacer una mejor guardia, pero se notaba a millas que estaba allí porque no quería estar cerca de nadie. Cómo habían cambiado las tornas. Rick había comenzado siendo el líder de todo el grupo, con esa sonrisa radiante que haría que cualquiera le siguiera, y yo una simple extraña que se había unido a los demás la última. Ahora parecía que yo tenía la voz cantante, a pesar de no saber ni siquiera cómo la había conseguido, y él parecía ser un extraño que se sentía diferente y no quería compañía alguna. Aunque no le culpaba por ello, le habían hecho una jugarreta y aún seguía sin ser él mismo.

Cuando Gillian notó que me estremecía en sueños debió de abrazarme, porque cuando me desperté sus brazos me rodeaban el torso y su nariz estaba pegada a mi oído. Notar su cuerpo tan cerca del mío conseguía distraerme un poco, pero no lograba arrebatarme el sentimiento de culpa que me corroía el cuerpo.

Me giré para ponerme de cara al chico de ojos azulados sin deshacerme de su abrazo de oso y le observé mientras dormía. Su respiración era lenta. Parecía estar en calma. Su pecho se inflaba y desinflaba con parsimonia. Estando tan cerca de él podía ver las pequeñas pequitas que le adornaban el rostro bajo los ojos, casi imperceptibles pero adorables. Tenía las pestañas de un negro intenso puro, al igual que aquel cabello despeinado que tantas veces había soñado con acariciar. Me permití el derecho de pasarle los dedos entre los finos cabellos oscuros que tanto adoraba. Mis movimientos eran suaves, y a pesar de todo lo que habíamos pasado y lo sucios que debíamos estar parecía que a su pelo no le hubiera afectado nada estar estos días aquí. El tacto era satisfactorio, tan suave como la seda, como el algodón blanco que mi madre usaba para curar mis heridas.

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