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El trascurrir de los días iba debilitando a Abraham, que carcomido por la frustración tras las rejas de su celda particular se había mordido las uñas de las dos manos hasta casi llegar a la raíz, dejándolas en pequeños gajos enganchados a unos dedos alargados y callosos.

Pasaba la mayor parte del día solo, sentado frente al televisor y observando las desgracias de los candidatos. El eco del viejo televisor en las paredes de la celda lo volvía loco, y había intentado ignorar tanto el sonido de las voces que, buscando otro sonido al que prestar atención, había desarrollado la inquietante conciencia de sentir el latido de su propio corazón. Y eso lo aterraba.

Un ruido atronador provino del pasillo, y Abraham se dejó caer sobre la sucia pared de la pequeña celda. Sabía perfectamente de dónde provenía aquel sonido y podía asociarlo con rapidez al de unas botas de piel negra despellejadas y muy, muy pesadas.

Las pisadas resonaban sobre el suelo, y Abraham, que últimamente había desarrollado un oído muy agudo, no pudo evitar cerrar los ojos al saber lo que le esperaba.

Efectivamente, y como él pensaba, por el pequeño pasillo apareció un grandullón de brazos fornidos y pelo rapado al cero. Era muy alto, calculaba que mediría casi unos dos metros, y su rostro al caminar mostraba una indiferencia impasible.

Caminó con parsimonia por el pasillo hasta llegar a su celda. Cogió la silla que había abandonada en una esquina y la posicionó frente a los barrotes, girándola hasta ponerla de revés, de manera en que cuando se sentó apoyó los brazos sobre el respaldo.

Tenía rasgos angulosos y una mandíbula cuadrada y tensa, como si fuera un tiburón preparándose para pegar un mordisco a su presa.

Se había ido fijando durante aquellos días cada vez más en su supervisor. Le llamaba la atención aquella cicatriz en la cara que le cruzaba la mejilla hasta llegar casi al ojo. Se había preguntado muchas veces si se la habría hecho alguno de los presos, desgarrandole la piel mientras él los torturaba y azotaba sin cesar.

El hombretón le miró fijamente, entornando los ojos sin apartar la vista de él ni un solo segundo. Abraham, incómodo, le lanzó una mirada inquisitoria desde la otra punta de la celda.

- No me mires así. Es mi turno de vigilancia, deberías saberlo ya - Objetó el grandullón rodando los ojos.

Claro que lo sabía. Durante el día solía tener varias personas vigilándole, eran personas que iban y venían, no solía volver a verlas. Excepto a él. Era el único guarda que se quedaba, que venía a vigilarlo cada día, durante al menos una hora. Y también era el único que intentaba dar tema de conversación, al parecer. Además de castigarlo de vez en cuando.

Era un hombre peculiar y observador. Diferente a los demás guardias que habían pasado por aquel pasillo.

- ¿Sabes? - metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una manzana verde. Le miró alzando un poco la ceja, inclusive podía parecer que lo que iba a decir le parecía divertido - Tengo noticias frescas de los de arriba que creo que te interesarán bastante.

Pegó un mordisco a la manzana, haciendo que sonara ese característico sonido que le hizo la boca agua a Abraham. Éste incorporó un poco el cuerpo, separándose de la pared.

- Ah, ¿Con que esto te interesa, eh? - dijo inclinando la cabeza hacia un lado. Después pegó otro mordisco a la fruta - Sabía que en el fondo eras una pequeña maruja.

Soltó una pequeña risita ronca e hizo crujir los dedos. A Abraham le pareció el sonido más asqueroso del mundo.

- Veamos - Acercó aún más la silla a los barrotes hasta poder rozar el metal con el bello del brazo - He escuchado que una de tus amiguitas del consejo se a... Suicidado - dijo en tono confidente - Una tal Abigail.

Abraham abrió mucho los ojos y dejó escapar un ruidito de sorpresa. Abigail era una chica mucho más joven que él, de unos treinta años. Era de los pocos consejeros que junto a él, formaban parte de la clase inferior. Era una chica muy lista, guapa y con toda la vida por delante. ¿Cómo había podido hacer tal cosa?

- Aun que, si te digo la verdad, no creo que se suicidara - comentó con la boca llena.

- ¿Qué quieres decir? - Le sorprendía que le diera aquella información, y mucho más que le dijera su opinión.

- ¿Ahora si hablas? - Elevó una de sus grandes cejas pobladas - Cómo se nota que te he pillado por sorpresa - Por un segundo se puso tenso y echó el cuerpo hacia atrás para mirar a ambos lados del pasillo. Luego acercó la cara lo máximo posible a los barrotes, quedando a contraluz y haciendo que se le formaran en el rostro unas sombras que hicieron de su expresión algo inquietante y amenazador - He oído que últimamente Abigail le estaba llevando la contraría a la pelirroja y al jefe. Sus ideales eran diferentes, eran como los tuyos. Intentó hacer que te soltaran, pero no lo consiguió. Según dicen, se tiró desde el balcón del despacho del jefe. Yo creo que se desicieron de ella. Era un bache en su camino. Problema resuelto.

Se echó hacia atrás y puso los brazos tras su cabeza, estirándose.

Abraham estaba sorprendido por su declaración. No comprendía por qué le explicaba aquello.

- ¿Por qué me cuentas eso?

El gigante se encogió de hombros - Quizá necesite desahogar mis hipótesis con alguien, y tu no tienes otro remedio que escucharme. Además, sé que te interesa, deberías estarme agradecido.

Abraham se volvió de cara a la pared, decidido a ignorar de nuevo al guarda y sumirse en sus pensamientos. Pero el hombre alzó la voz.

- Admite que te alegro el día. Soy el único que habla contigo, y eso ya es un privilegio.

Abraham se giró lentamente, se puso de pie y se acercó a unos centimetros a los barrotes, para posicionarse delante del grandullón.

- ¿Yo debería estarte agradecido? ¿Agradecido de qué? ¿De que me destroces la espalda cuando te venga en gana? ¿De que me trates como a un perro? Si esperas, que te lo agradezca, ya puedes ir yéndote.

El guarda se paso los dedos por el puente de la nariz y los ojos, frustrado.

- Usted no lo entiende abuelo, entento ayudarle.

- ¿Ahora me tratas de usted?

- ¿Es que ahora no tengo derecho a intentar ser educado? - El rostro del hombre estaba muy serio. Se frotó las manos - Mira, yo no soy tu enemigo. Punto. Te castigo porqué desde arriba me lo piden, es mi trabajo. Y si no lo hago me cortan el cuello. ¿Qué esperas que haga?

Abraham no contestó.

- Intento ser lo más bueno que me permiten ser, pero veo que no te gusta. A si que si con esto me estás pidiendo que sea más frío y duro como antes, pues así seré. Tan solo intentaba ayudarte - Miró la manzana que tenía en las manos, apenas se había comido un cuarto. Acercó la mano al suelo y la lanzó rodando hacia el interior de la celda.

Se levantó y dejó la silla en la esquina anterior con rapidez.

- Escucha muchacho... -Comenzó Abraham, pero fue interrumpido por el grandullón.

- No - Se giró hacia él - Y no me llames muchacho. No soy un muchacho - exclamó - Llámame Malachai.

Luego echó a andar hasta perderse por el pasillo.

SobrevivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora