sesenta y cinco.

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No era guapa.

Ella no tenía unas curvas en las que derrapar con la boca,
ni una sonrisa donde estrellarse.

Ni siquiera era el prototipo de chica que me gustaba.

Tenía el pelo alborotado y una especie de mueca constante en la que era capaz de hacer que te perdieses durante horas preguntándote si tenía cara de asco o estaba alegre.

Tenía un hoyuelo,
pero sólo uno.

A un lado de la cara, en la mejilla izquierda.
Pero ni siquiera era lo suficientemente profundo como para que fuese algo característico.

Ya os digo, no era para nada mi tipo de chica.

Se metía constantemente conmigo de esa forma en la que no sabes si lo hace para que te rías o porque lo dice en serio.

Todas las palabras que salían de su boca venían acompañadas de algún joder” o algún hostia puta”.

Ni siquiera era capaz de dejar de decirlas cuando nos besábamos.

Era la chica más torpe que he visto jamás.
Iba por ahí, con sus andares extraños en los que ocupaba toda la acera, como si se fuese a comer el mundo; y, claro, todo eso quedaba de vicio hasta que la veías chocarse contra una farola y pedirla perdón.

Ese era otro de sus problemas,
nunca supo pedir perdón a algo que no fueran cosas contra las que se chocaba.

Os juro que no era mi tipo de chica.

Se ponía de puntillas para pedir en la barra de cualquier garito,
se miraba cada cinco minutos si su pintalabios seguía intacto al beber cerveza y no podía quitarse de encima —por más que lo intentara— el deseo de aprobación masculina.

Cuando se emborrachaba, se sentía la más fea de todo su grupo de amigas,
y la más grande,
y la más idiota,
y a la que peor le quedaba todo;
así que sonreía mucho más para esfumar sus pensamientos.

Era capaz de meterse en líos en menos de dos segundos.

Todos los domingos se ponía a dieta hasta el lunes siguiente en el bar de los bocadillos de tortilla.

Hablaba de más siempre y se liaba con las frases hechas.

Ella no era mi prototipo de chica.

Pero deberíais haberla visto cuando hacía todas esas cosas.

Se metía en discusiones que no la dejaban pensar y movía las caderas sin esperar que nadie la mirase.

Ella hablaba,
y hablaba,
y hablaba,
y hablaba,
pero nunca te decía nada porque nunca había suficiente.

Me discutía todo,
me causaba adrenalina,
me besaba detrás de una camioneta vieja y me citaba cualquier cosa que la recordase a mí.

Compartía conmigo sus canciones preferidas y me hacía aprendérmelas.

Sus manos no eran “suaves halas de pájaro”
pero me hicieron descubrir miles de terminaciones nerviosas de mi cuerpo cuando me acariciaba.

Fue la única persona que consiguió distraerme en mitad de una película de Tarantino,
la misma que no era capaz de hablar con música de fondo porque se distraía.

Lloraba por todo,
me regañaba por cualquier cosa
y era la puta dictadura más dulce que mi corazón jamás ha visto.

Acabó siendo la chica de mis sueños,
de mis pesadillas,
de mis fines de semana,
de mis inviernos
y de mis viajes en el tiempo.

Y cómo cojones os cuento yo ahora,
si no era mi tipo,
que no tengo ni puta idea
—ahora que se ha ido—
de vivir sin ella.

Tormentas y demás pensamientos de madrugada. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora