Treinta

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Mikey quería a Frank.

¿O no?

No, yo quería a Frank.

Frank, ojos de almendra, con piscinas abismales al centro; donde yo me hundía, aun cuando la oscuridad colándose poco a poco por las ventanas asfixiaba a la par la luz que acariciaba su rostro, el cual yo solía admirar desde mi recurrente posición en el lado izquierdo de la cama— una mano bajo la almohada, la otra sosteniendo su cintura, dibujando círculos en los límites de su espalda baja.

Yo lo quería, Mikey lo quería, porque vamos, todos queríamos a Frank. Era una gran manera de repasar la conjugación del verbo.

Ahí, en mi habitación, donde querer es un verbo, y el amor está en tus acciones. Donde la vida lo es todo, y la muerte es tan sólo parte de la misma. ¿De qué nos sirve existir a quienes lo hacemos por alguien más?

En el suelo, recostado, donde comenzaba a ponderar, donde ni siquiera recordaba una vida antes de Frank, donde me preguntaba por qué seguía respirando.

La historia daba inicio al aparecer Frank, y probablemente terminaría cuando éste diera su último suspiro.

Levanté la parte superior de mi cuerpo, con una mueca. No sabía de dónde provenía el dolor, pero estaba ahí.
Tomé la botella a mi costado y pegué un sorbo, limpiando las gotas residuales que escocían dentro de las grietas de mis labios resecos. Si algo había aprendido a lo largo de esos días, fue a sentarme antes de beber, pues la última vez que intenté hacerlo estando en posición horizontal, casi muero.
Digo, no habría estado tan mal, a fin de cuentas, pero había algo que no me dejaba.

Aquella vez, mientras tosía y escupía con desesperación, entre flemas y un puño contra mi pecho, (que bien podría ser el responsable del inmovilizante ardor en todo mi cuerpo) me sorprendí a mí mismo queriendo sobrevivir.
Quizás era nada más que el instinto; una amenaza tan súbita bastaba para despertar hasta al alma más desvaída. Después, teníamos el orgullo; el Gerard Way que alguna vez fue no querría morir de manera tan patética.
O bien, quería mantenerme vivo hasta que Frankie muriese.

Sinceramente, la primera parecía ser la opción más razonable.

No podía jactarme de amar a Frank cuando no lo había visto desde el incidente con Mikey. No podía decir que el amor yace en tus acciones, cuando lo que yo sentía ya no podía ser más que el retorcido fantasma de éste.

Solté un lamento más, que subió al techo para unirse con todos los de su tipo, que ahí flotaban, como una nube que tarde o temprano terminaría por aplastarme.

No sólo mi primordial sentimiento se llevaba el título de fantasma, mi persona entera lo hacía.

Donde lo más puro podía tornarse en retorcida crueldad perpetua.

En los días, horas, posibles semanas que habían pasado desde que regresé a casa tras el fatídico día lluvioso, varías cosas no habían pasado.
En primera, el sol no había regresado, y mi sobriedad había decido, al igual, no hacer acto de presencia desde entonces. Luego, había contemplado, mas no concluido el punto en el que todo había decaído, si es que alguna vez brilló, en primer lugar.
Cuestioné, y no resolví, mi función en este planeta inmundo; dormí, sin descansar, olvidé recordar, y a la vez, maldije poder recordar tanto.

No morí.
Y tampoco sabía si mi alma gemela lo había hecho ya.

En la alterna realidad enferma dentro de la cual ahora existía, así estaba mejor.

Ese día, habría salido aunque no hubiesen tocado la puerta. Supe que tendría que hacerlo en cuanto destapé la última botella que me quedaba, así como en ese momento, sabía que era de día sólo por el atisbo de luz proveniente de la ventana de la cocina, cuya cortina había arrancado un día particularmente malo, asomándose por la ranura entre la puerta de mi habitación que no me había atrevido a cerrar por completo.

Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora