Treinta y dos

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»Take a sad song...

Debí haber sabido que era una máscara.
Debí haber sabido.

Fueron muchas las cosas que sentí durante esos días, y ninguna de ellas había sido real. Mis sentimientos reales habían quedado encarcelados en algún etéreo recuerdo del pasado, y abrir esa puerta había sido como liberarlos de su condena.

No podía hacerlo.
Ahogué y guardé el llanto muy dentro de mi pecho inquieto, sin embargo, no hubo mucho que pudiese hacer respecto a mis ojos y las lágrimas que de ellos decidieron florecer. Avancé, conmocionado, sintiéndome temblar de punta a punta.
No es como si hubiese prestado mucho atención, pero capté detalles de sobra como para advertir al mismo desgraciado sillón de piel marrón sobre el que tantas noches dormí, o intenté hacerlo. La televisión empotrada en la pared, era la primera vez que la veía apagada— al fin, no había nadie despierto. La misma amplia ventana tras la cual decidía mirar cuando la vista de Frank se volvía demasiado dolorosa.
En en ocasión, no iba a atreverme a desviar la mirada ni un segundo.
Nunca volvería a verlo.

Me desgarré en llanto. Agudas inhalaciones irregulares, dientes apretados con firmeza en torno a mi mano, la exigua, mas suficiente, fuerza de voluntad que que salió a la luz y me permitió dar tres torpes pasos más hasta estar a un costado de Frank. En cuclillas, tomé su mano, con delicadeza pero tanta fuerza retenida como para romper mi muñeca. Hundí mi cabeza en la camilla —como pecador esperando a ser juzgado— entre sus planas prendas de hospital, y la mantita que lo cubría.

El cuarto era el mismo.
Frank no lo era.

Alguna vez, un par de ojos avellana coronó el centro de la habitación, y le indicaba a cualquiera que se atreviese a mirarlos que ahora estaba condenado a girar a su al rededor. Me pasó una vez— nunca volví a ser el mismo.

La frialdad en su mano me obligó a levantar la vista, eventualmente. Era algo que había estado evitando. Lucía gris. El distante, inadecuado piar del monitor era la única seña de que había vida ahí.

Creí que los prominentes huesos en sus manos eran la peor parte, hasta que su hermoso rostro me dijo lo contrario.
El rubor Covergirl no serviría de nada, ahora.
Ojos hundidos, cabeza tirada con sutileza hacia la derecha. Debajo de la bata, podía percibir el lado izquierdo de su clavícula, esquelética, al punto en el que uno llegaría a pensar que mi chico estaría pasando dolor, aun dormido, por la manera en la que sus huesos comenzaban a deslizarse lenta, imperceptiblemente, hacia afuera.
Tarde o temprano, reemplazarían la nevada piel que a ellos se adhería.
Pronto, sus huesos serían lo único por sentir de él.

"Frankie, mi amor, mi Frankie..." resollé. No tenía mente ni siquiera para maldecir mis estúpidos pulmones, que no parecían querer tomar el aire que necesitaban. Si iban a dejar de hacerlo, que fuera de una vez.

Era la clase de dolor que nunca se va.

Recuperé nimios mililitros de compostura, alzándome lo necesario para ahuyentar el rulo que se arremolinaba sobre sus párpados sellados. Tragué saliva, e intenté arreglarme.
Había tenido suficiente tiempo para ser un desastre, y de seguro tendría todavía más después de esa noche.

"Soy un idiota, soy una maldita porquería, soy mierda." Admití, voz tan ronca como si hubiese pasado las últimas cinco horas gritando desmedido. "Todo esto que me queda por decirte, ¿se supone que me lo guardo por el resto de la eternidad y ya? Te amo, ¿sabes? Te amo, y ni siquiera pude despedirme..."

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⏰ Última actualización: Mar 27, 2018 ⏰

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Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora