Dos

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Dos

No podía vivir con la culpa.
Frank estaba muriendo y yo había estado comiendo docenas y centenas de galletas con chispas de chocolate en casa de una anciana dulce.

No pude dormir en toda la noche, cada que cerraba los ojos una silueta inidentificada aparecía, siendo casi molida a golpes por una silueta mucho más turbulenta y grotesca. Mi interior me decía que debí haber ido a ayudarlo, debí haber sido su héroe y tal vez se habría hecho mi amigo. Pero eso sonaba muy infantil y me dije a mí mismo que era mucho más realista el haber guardado discreción, después de todo, no quería acabar con mala fama entre los vecinos el día de mi llegada.
No es como si la señora Jacky no contara como amiga..

Intenté pintar un rato, pero nada salió del pincel más que un triste, miserable carita sonriente sin sentido. Estrellé la cabeza en el caballete para expresar mi frustración, mi cabello se llenó de pintura fresca y en el camino al baño mi dedo meñique del pie se estampó contra la orilla del marco de la puerta, lo siguiente fue mi pobre existencia maldecida rodando por el suelo en dolor, frustración y culpa.

Supuse que era el karma. De seguro Frank había encantado un muñequito vudú para maldecirme, sí.
Tal vez los dioses del Olimpo habían querido castigarme, y yo ya había aprendido la lección; si oyes a alguien llorar, ve y ayuda, no te quedes comiendo galletas, idiota.

Aun después de haber aprendido mi lección, no pude dormir.
Esta vez hice el intento de tocar mi guitarra añeja y corroída. También acabó en desastre cuando me di cuenta de que en realidad tocaba horrible, si no puedes tocar Sweet Home Alabama definitivamente no puedes tocar la guitarra.

A las tres de la mañana Gerard Way yacía tendido en el suelo, con sueño pero sin poder dormir, con el autoestima hasta los talones, hambriento, culpable y con una pequeña parte de ansiedad. Me vi varias veces en el espejo y definitivamente no me gustó lo que vi; las ojeras de una noche sin dormir ya hacían aparición, creo que no me había bañado en unos cuantos días y eso comenzaba a remarcarse en mi cabello largo, solía ser negro, pero éste comenzaba a despintarse y mi horrible color natural se hacía notorio en las raíces. Necesitaba un corte, y tinte, pero también dinero.

Abrí la llave oxidada de la regadera con un gemido, idéntico al que provino segundos después de afuera de mi puerta. Abrí los ojos de par en par mientras millones de pensamientos negativos y fantasiosos corrían por mi cabeza: ¿fantasmas, ladrones, acaso mis vecinos estaban acalorados?

Podía salir por la puerta y toparme con algo que definitivamente no quería ver, pero horas atrás había aprendido que cuando debería acudir cuando alguien llora. Tomé una decisión y cerré la llave, tratando de afinar mi sentido del oído.
Los gemidos seguían escuchándose, parecían ser cada vez más distantes e iban siempre acompañados de un ‘tud’ leve.

Me puse la camiseta que ya me había quitado, tomé la chaqueta de cuero de malote y mi cuchillo de mantequilla para vándalos.

Me habían advertido que todas las luces del edificio se apagaban después de las doce, es decir, los pasillos, escaleras y todo menos los cuartos con gente despierta estaba apagado, lo que sólo servía para darle un toque tétrico a aquello que ya era lo suficientemente aterrador. Por lo poco que sabía quien fuese que estaba sufriendo podía ser también un asesino serial-viola hombres.

Pero también podía ser Frank. Y a él ya le debía una.

Ya no se escuchaba sonido alguno, ni en el pasillo ni en las escaleras.  Regresar a la calidez de mi habitación, a tomarme un bien merecido baño caliente sonaba realmente tentador, pero mi culpa me tenía atrapado en la desagradable necesidad de atravesar el pasillo oscuro y bajar las escaleras hasta el alma en pena.

“Un elefante… se columpiaba…” comencé a tararea en cuanto mi pie tocó el primer escalón. Me quedé en la misma posición unos instantes, tratando de captar el más mínimo sonido o chirrido que fuera emitido. Pero no se escuchaba nada.

Comencé a cuestionar mi salud mental y la funcionalidad de mi sistema auditivo.
Tal vez no había sido nada de nada, pero mi culpa, mezclada con la falta de sueño a altas horas de la madrugada habían comenzado a hacer cosas en mi cabeza. De todas formas, ya estaba fuera de mi cuarto, en el quinto escalón y no había vuelta atrás.

Para bajar un piso era necesario descender diez escalones. Una vez que estuve en el segundo piso y solamente me faltaban veinte escaleras hasta el piso principal, otro alarido se hizo presente, junto con varias respiraciones entrecortadas y una que otra maldición. Bajé las escaleras restantes corriendo, sabiendo finalmente que no estaba enloqueciendo y que de hecho había alguien ahí abajo.
Llegué al lobby respirando con dificultad gracias a mi mala condición física en cooperación con el cigarro que había estado consumiendo desde hacía años. Sentía que había corrido un maratón y todo por salvar a alguien que de seguro ni conocía, pero nada de eso fue suficiente. Cuando levanté la vista, sólo distinguí una figura alejarse en la oscuridad de la calle transitada. Corría a pesar de las evidentes heridas en la pierna, que lo obligaban a cojear y estremecerse en dolor con cada zancada que daba.

Podía suponer.
Sólo me quedaban mis deducciones y técnicamente, todo apuntaba al Frank que vivía dos pisos sobre mí, en el número siete. El mismo Frank que no había ayudado antes, el Frank que me había hecho carcomerme con la culpa y desdicha de no haberlo apoyado cuando pude hacerlo. Algo me jalaba a él, y nunca creí en esos asuntos del destino ni cosas así, mucho menos la religión, pero esa vez, alguna fuerza extraña me susurró al oído que ese chico necesitaba mi ayuda, y no se hizo de rogar, yo acepté inmediatamente.

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Nunca me cumplo las promesas que me hago a mí misma; aquí otro capítulo.

Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora