Veintinueve

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Estaba lloviendo.

Qué gran manera de empezar el tren del pensamiento, el que nunca para, el que puede no cobrar boleto o hacerlo en cualquier momento. Mi tren favorito.

Frías gotas de agua, escurriéndose por la ventana puesta frente a mí. Una sensación extraña e incómoda me invadió cuando recién entré al establecimiento, uno se acostumbra, como con todo.
A lo único a lo que nunca iba a acostumbrarme era a su ausencia.

Su ausencia cada domingo por la mañana, el olor de su loción, que persistía, afeitada tras afeitada. De hecho, la almohada seguía oliendo así, me dije una vez más que debería tirarla.

¿Cómo vas a tirarla, si aún no ha muerto?

Aún.

El truco, según mi papá, que me empinó mi primera lata de cerveza a los trece años, estaba en beber un vaso de agua por cada onza de alcohol.
¿O eran dos por onza?

Ya no importaba. Quizás un poco.
Yo entré por un café, o al menos eso es lo que me decía a mí mismo. Dije que iba a preguntar, pero creo que todos sabemos que en el bar no sirven café.
A fin de cuentas, ni siquiera pregunté; y si tanto hubiera querido un café, me habría quedado en el hospital.

El truco está en no olvidar que estás bebiendo alcohol. Si no quieres embriagarte, tienes que mantenerte consciente, vivaz, usar el licor como una pala para desenterrar los problemas, no para enterrarlos más y despertar tropezando con ellos a la mañana siguiente, crudo y adolorido.
También, es recomendable no pensar por un rato. Parar el tren del pensamiento. Dejar que todos los pasajeros bajaran, y hacerlo arrancar una vez más, vacío, en blanco.

Alcé la copa con las últimas gotas de lo que fuese que estaba tomando, de vuelta a mi boca. La estampé contra la barra situada frente a la ventana de las gotitas deslizantes, y la mantuve entre mis dedos. El vaso estaba frío, pero irradiaba un calor, que pedía ser rellenado.
Por la ventana veía un microscópico río correr hacia la coladera, arrastrando botellas de plástico y quién sabe cuánta porquería más, aceite, y suciedad. Crecía junto con la lluvia, que aunque no era demasiada, bastaba como para que sólo los desahuciados permanecieran afuera, esperando el transporte que tarde o temprano llegaría.

Contrario a lo que podría parecer, era agradable. Cerrar los ojos, no pensar, en nada, dejar que el sabor y aroma del alcohol revoloteara en mi garganta, asfixiando a las mariposas que vivían más abajo. Escuchar la lluvia tamborilear incesante contra la ventana, contra los charcos, los carros pasando a toda velocidad, apurados por llegar a la calidez de un hogar. Relámpagos, truenos, viento...

Mi teléfono vibró.

Michael: Frank te necesita.

Por alguna extraña razón, el teléfono se había gastado el 70% de su batería haciendo nada.

Deslicé el dedo, y respondí:

"Frank siempre me necesita."

El teléfono señaló que mi mensaje había sido visualizado justo en cuando este fue recibido.
Visto 18:47

Mi garganta comenzó a arder una vez más, solo que más de costumbre, junto con mis entrañas. Probablemente quería vomitar, o podía ser la culpa, que llega corriendo a apuñalar justo después de haber cometido el error.

Fui al baño, por si acaso.

Detenerme frente al hospital fue un gesto innecesario. En caso de que esto fuera una película, sería ese dramático instante en el que se le da a entender al público que en efecto, salí del bar, y ahora estoy en el hospital, después de haber presenciado una pantalla negra, con el cielo nublado, taxis pasando, y cabello mojado pegado a mi frente, la cual no necesitaba tocar para saber que sufría algún tipo de fiebre. Aunque bien podía ser consecuencia del alcohol.

Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora