Veintitrés

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Veintitrés

"Ven, recuéstate, en las ropas de ayer y en nuestros sueños para el mañana— es sólo una siesta."

Jacky Goodman era, en efecto, una buena persona. Desde la vez que fue voluntaria en un orfanato a las dieciséis, a cuando se enamoró profundamente a los diecinueve.

Era joven, y su madre conservadora, pero James era un hombre guapo de veintidós y nadie puede resistirse a ello. Jacky estuvo casada a los veinticinco, ella misma hizo su pastel de bodas, y yo hubiera pagado por probar aunque fuese el betún. Me contó alguna vez con gran alegría el grandioso suceso trascendental que fue su boda. Usó un vestido rojo con Converse, cuando recién se estaban dando a conocer, su madre conservadora amenazó con desheredarla.

James fue a Vietnam, y regresó. Esa noche consiguieron boletos para un concierto de los Beatles. Los originales, no un tributo. También moriría por poder tener una oportunidad como esa.

Compraron una casa muy lejos de la ciudad, con el poco dinero que tenían, pero para cuando llegó el día en el que sacamos a Frank del hospital, la casa ya no se encontraba en una ubicación tan alejada de la civilización— sólo resaltaba con los hogares modernos, de madera pulida y sillones caros en los que uno podía sentarse en las tardes a columpiarse. Su casa fue amarillo chillón, con el paso del tiempo se degradó hasta adquirir un tono pastel, las ventanas eran blancas y afuera posaba un pino que James mismo plantó dos semanas después de haberse mudado. A juzgar por el verde que lucía, aún le quedaban décadas por vivir.

Jacky y su esposo vivieron felices en esa casa durante años, hasta que él sufrió un infarto meses después de haber entrado a un nuevo milenio, en el 2000. Sólo tenía sesenta y cinco, Jacky había salido al mercado y cuando regresó se topó con el pino joven en su jardín, media banca pintada y su esposo recostado con pincel en la mano, aún tibio. A diferencia de Frank, no pudieron hacer mucho por él, la ambulancia ni siquiera se molestó en encender la sirena cuando llegaron por él.

La mujer me lo contó todo mientras comía de sus galletas una vez más, ella ahora tenía setenta, si no es que más. No quise preguntar, y no me molesté en hacer los cálculos, aun si eran bastante sencillos.
Mikey estaba sentado a mi lado, él no se veía tan conmocionado por la historia, supuse que era porque había visto bastantes películas por el estilo, como Diario de una Pasión, que sin importar cuánto lo negara, yo sabía que siempre lloraba cuando la veía. Él fue quien se atrevió a preguntar por la casa, a lo que Jacky respondió que seguía ahí, inhabitada y legalmente suya.

Necesitábamos un lugar dónde vivir, lo difícil era pedirlo.

Agaché la cabeza, rascándome la nuca y Mikey realizó un gesto similar. Pude ver a Jacky sonriendo tierna por el rabillo del ojo. Ella se levantó, caminó lento hasta la cocina. Una anciana, además de no tener mucha prisa, tampoco puede tener mucha fuerza en las piernas. Escuché un cajón abrirse y de pronto unas llaves cayeron en mi regazo con un tintineo. Sonreímos, Jacky también.

Esa es la historia de cómo terminamos en una casa amarilla, vieja, con un paciente de hospital con nada más que una bata cubriendo se escuálido cuerpo de enfermo, recién secuestrado. Habría sido mucho más fácil sólo decir que Jacky nos prestó su casa, pero de verdad quería añadir contexto. Fue bueno saber que mucha gente pierde al más amado sólo porque su corazón decidió dejar de funcionar.

Es sólo algo pasajero, la vida. Un juego efímero y frío, muy injusto, eviterno; los mejores jugadores pierden la vida primero, parece triste, pero ése es en realidad, el premio.

Sólo hace que el juego sea más enfermizo para los que sigue aquí.

Es decir, yo en poco tiempo.

Mi Nombre es Frank  -Frerard- Donde viven las historias. Descúbrelo ahora