CAPÍTULO 15

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A Yoel siempre le había gustado hacer las cosas por sí mismo. No disfrutaba en exceso de la compañía humana, había descubierto desde muy joven lo horribles que las personas podían llegar a ser, así que se había mantenido alejado de todo el mundo en la medida en que le había resultado posible.

Por supuesto, había habido ocasiones en las que tuvo que asistir a eventos sociales, como bailes de salón o reuniones de negocios debido a la posición de su padre, aunque el odio que sentía su madrastra hacia él había hecho que ese tipo de situaciones fueran escasas. Quién iba a pensar que el asco que le tenía esa mujer llegaría a ser tan conveniente en según qué momentos. De igual forma, y así se había encargado de hacérselo saber en numerosas ocasiones a lo largo de los años, el sentimiento era mutuo.

De hecho, Yoel odiaba a casi toda la especia humana. No toda, tampoco estaba tan amargado como para pensar que no había nadie en el mundo que valiese la pena, pero de todas formas no tenía el mínimo interés en descubrir quiénes de ellos lo hacían y quiénes no. Se conformaba con tener un sitio en el que dormir por la noches, una taberna en la que emborracharse, y un par de mandíbulas que partir. También le gustaba tocar el piano, su melodía lo relajaba como nada más lo hacía, y disfrutaba de la compañía de los animales, sobre todo los gatos; seres adorables, sin duda, aunque no es que lo fuese a admitir en voz alta.

Sin embargo, había algo en el mundo que aunque no es que odiase, le ponía de los nervios; los niños. Conseguían malhumorarlo con tan solo estar cerca de alguno de ellos. Ni siquiera cuando él mismo había sido pequeño le habían gustado; en ocasiones, hasta se había llegado a odiar a sí mismo. Demasiado dependientes, siempre llorando o quejándose por alguna cosa, incapaces de buscarse la vida por ellos mismos. En el reino animal, sin embargo, muchas especies dejaban a sus crías por su cuenta al poco de nacer, como las nutrias, sin ir más lejos.

A pesar de sus aspectos extremadamente encantadores, y no es que lo dijese él, era algo objetivo, al mes ya abandonaban el nido, y a los sesenta días eran capaces de nadar por ellas mismas. Eso sí que era de admirar, y no ver a un mocoso andar por primera vez, ¿cuándo, al año, si acaso? En la vida, tanto como en la jungla, a pesar de lo que la gente quisiese pensar o decir, lo único que prevalecía era la ley del más fuerte. Cuanto antes lo aprendiese uno, mejor.

Por todo aquello, andar dando tumbos por un bosque con un mocoso, buscando a otro mocoso, sin duda era lo último en su lista de cosas que quisiese hacer. Lo ultimísimo. Y sin embargo ahí estaba, junto a Thomas Birdwhistle, con su extraño cabello del color de la luna, su mirada siempre perdida en algún lugar lejano, y una mueca de desamparo que un par de veces había pensado en frotar hasta hacer que desapareciese.

A pesar de eso su presencia no le estresaba tanto como cabría pensar; si había una palabra con la que lo describiría en aquellos momentos, sería perdido, y si había alguien que entendiese el significado de esa palabra, era él mismo. Tal vez fuese por eso que no llegaba a desesperarlo.

A parte de esto, había otra cosa que Yoel no soportaba, y era seguir órdenes. Podía hacer favores, por el precio adecuado, claro estaba, podía seguir la corriente si era necesario, pero siempre había detestado cumplir con los designios de otra persona, incluso aunque coincidiesen con los suyos propios.

Por ello, cada vez que Ronan Relish le pedía hacer algo, como por ejemplo, encontrar a un mocoso y de paso recoger algo leña, sentía unas ganas tremendas de montarse en uno de los caballos y no mirar atrás. Era cierto que lo que él hacía no era exactamente ordenar como tal, y también que alguien tenía que encontrar a Lieberman y que dejar a aquel atolondrado de Birdwhistle por su cuenta no habría sido muy buena idea, pero aun así era un golpe enorme a su orgullo.

No obstante, lo soportaba, porque sabía que ni siquiera él sobreviviría por su cuenta fuera de las murallas. Y a fin de cuentas, y por mucho que odiase admitirlo, no era del tipo de calaña que dejaría a una pandilla de niños a su suerte. ¿Le ponían de los nervios? Sí. ¿Preferiría no tener nada que ver con ellos? Por supuesto, pero también era ley de vida que el lobo más fuerte debe velar por el resto de la manada.

ASESINOS DE ALMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora