Capítulo 41: Siento que no te merezco.

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41. Siento que no te merezco. 


Esa misma tarde, Anya estaba en el gimnasio entrenando.

Había pasado casi quince minutos debatiéndose entre qué ejercicio iba a realizar para pasar el tiempo y poder pensar algunas cosas. Quería mantener la cabeza ocupada mientras planeaba qué hacer con la misión que se le asignó a Bucky, suicida o no, Anya quería ir también. Sí, sí, Anya, eres una estúpida, irresponsable e insensata chica, pero, ¡hey!, hacía lo que podía. Lo que tenía al alcance de las manos. ¿Y qué era eso? Las ideas estúpidas. Que por mucho le sobraban.

Así que después de salir del gimnasio –quizá con problemas respiratorios– iría a hacer lo que hace mejor: ser metiche. No, espiar. Eso sonaba con más clase. Classy, perras. Si al fin y al cabo, Anya también era una espía; no como Nat que llevaba años y años ejerciendo la profesión, pero hacía lo que podía o, al menos, entendía y ejercía el primer y principal objetivo del trabajo: conseguir información.

Fury le había dicho que tenía planes para ella dentro de una hora, pero no iba a estar para eso. Se saltaría las clases... bueno, no recuerda mucho de sus años en la escuela, pero sabía que había sido una alumna ejemplar.

Ja.

¿Qué le pasó?

Ahora planeaba seguir al asesino más peligroso del mundo a buscar al asgardiano –alienígena– más peligroso de la galaxia.

Adiós, excelencia. Adiós, ética... esperen, esa nunca la tuvo. Oh, bueno. Las cosas como son: la información sobre la misión de Bucky estaba en la Oficina Central de la base, en la oficina que María Hill mantenía bien oculta, casi invisible ante los ojos humanos.

Anya jugó con las llaves de esa oficina con una sonrisa divertida. Resultó tan sencillo llegar a ellas que resultaba insultante la poca seguridad que le ponían. Necesitaba verdaderos retos para la próxima, quizá donde tenían el SSS en el laboratorio...

Sacudió la cabeza. Eso venía después, primero a entrenar.

Mente, sé buena y concéntrate.

Si bien, María Hill no dejaba la oficina hasta las ocho, Anya aún tenía tres horas para matar el tiempo. Y honraría esta vez a Steve con hacer sus deberes como miembro del equipo. Entrenaría como niña buena.

Estaba entre ejercicios de fuerza física o tratar de potenciar sus niveles de poder. Quería poder hacer más con su pesadilla, quizá hasta hacerla tocar cosas. Pero eso requeriría años y no tenía tanto tiempo. Y... qué flojera.

No. No, no, no.

Ya sabía. Se decidió al fin.

Era una costumbre más que decisión, la verdad, se había mantenido todos los días haciendo lo mismo: la rutina de Natasha Romanoff fue lo elegido. Era una ardua rutina que consistía en una serie de actividades de quince minutos, consecutivas, pequeñas pausas para tomar agua, que te exprimían hasta la parte menos agitada de tu cerebro. Natasha la había inventado la primera semana en la que llegó, con la excusa de que estaba aburrida. ¡Já! Típico de Nat.

Se empezaban con flexiones en barras por diez minutos, después le seguían equilibrio, más flexiones, trote en campo abierto, pique en los módulos, sentadillas sexys éste era para avergonzar a los cadetes–, saltos en cuerda, en cortas distancias y luego a pie junto, más y más flexiones, pesas y, si es que aún permanecía el alma en el cuerpo para cuando se terminara toda esa lista, carrera de diez kilómetros.

WINTER ART • Bucky Barnes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora