Waagaakwad - Un hacha

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A la mañana siguiente, no apareció. Horas antes, Antoine había aparecido con las copas de vino dulce, encontrándome sola tocando aquella pieza triste que Namid me había pedido. Al tercer acorde, apretó los labios y salió de la estancia sin explicaciones, como si mi música portara una enfermedad contagiosa.

— Nuestro querido amigo aún no ha acabado con el gallo, pero me temo que ocurrirá tarde o temprano.

Alrededor de la inmensa mesa del salón, más vacía que de costumbre por su ausencia, el arquitecto y yo desayunábamos.

— Nos haría un gran favor, siempre me despierta — comenté, culpable por no haber sido capaz de perseguirle y exigirle que me abrazara de una maldita vez —. Por cierto, ¿dónde está? — pregunté mientras untaba un bollo de crema con mermelada de arándonos.

— No tengo ni la menor idea. Está mucho más alterado, es normal. Este no es su sitio. Florentine dice que lo escuchó correr por la finca antes de que saliera el sol. ¿Debo preocuparme?

— En absoluto. Los ojibwa necesitan respirar aire puro de vez en cuando. Volverá.

— Me lo temía.

Preocupada, dejé que siguiera ojeando la gaceta del día y me atiborré a pastas. Era probable que Namid no volviera hasta bien tarde. Como le había explicado a Antoine, los ojibwa tenían la necesidad de comunicarse con la naturaleza; si no lo hacían, se marchitaban por dentro. Él no era diferente en aquel aspecto: antes de que los demás se despertaran, salía a correr por los bosques de Quebec hasta la extenuación. En ocasiones retornaba a las pocas horas, en otras lo hacía al anochecer. Nadie sabía a dónde iba, pero siempre regresaba con algo..., una presa, un arma, flores para su hermana. Necesitaba alejarse del rápido curso del mundo y encontrar la paz: era su pequeña dosis de felicidad.

— ¿Qué sucede? — la expresión seria de Antoine me alarmó.

— Necesito viajar a la ciudad lo antes posible — cerró la gaceta —. Si Namid vuelve, hazle saber que necesito hablar con él y que no desaparezca hasta nuevo aviso. ¿Lo harás?

— S-sí, claro — asentí, levantándome —. ¿Es grave?

— No te preocupes, querida — me besó la frente —. ¿Avisarás a Namid?

Me estaba escondiendo algo, llevaba haciéndolo un par de días, pero no reunía el valor para sonsacárselo. Antoine quería lo mejor para mí, no dudaba de ello, por eso me había mantenido al margen.

— Lo haré.

Desapareció del salón con rapidez y oí cómo le pedía a Florentine que prepararan el carruaje. Ya sola, me acerqué a las hojas ennegrecidas por la tinta fresca y leí las grandes letras que decoraban una de las páginas: "Trescientos insurrectos ejecutados: inminente venta de tierras indígenas".

El pulso se me detuvo.

¿De qué se estaba escondiendo Namid? ¿Del exterminio?


‡‡‡


Abatida, dediqué el resto del día a ayudar en las tareas del jardín y a leer algunos libros de botánica. Pronto comenzaría el otoño y debía dejar a mis flores bajo los mejores cuidados. Sin embargo, era incapaz de concentrarme. Nadie hizo acto de presencia. Florentine intentó hacerme compañía, mas estaba demasiado atareada con la cosecha. No era una persona que me molestara la soledad, la prefería, pero ya no podía abandonarme sabiendo que Namid pisaba el mismo suelo que yo. ¿Qué era lo correcto? ¿Debía contarle lo que había leído? ¿Debía esperar a que Antoine le pusiera al tanto? ¿Cómo podría engañarle? ¿Cómo decírselo?

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora