Halona - La afortunada

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Parpadeé, tomada por sorpresa por estar ante la esposa de Namid, y el alma se despeñó contra las rocas, cayendo y cayendo hasta alcanzar el embravecido mar que las besaba.

— ¿Te encuentras bien?

Halona se había quedado con la mano suspendida en el aire para estrechármela como habría aprendido de los blancos como yo. La otra mujer me escudriñó angustiada y le apretó el hombro. Estaba a punto de hacerle saber quién era y, de paso, informarle sobre por qué no podía devolverle el saludo. No es que no quisiera, es que no podía. Estaba detenida en un otoño sin tiempo.

— Si me disculpáis, necesito tomar el aire.

Me levanté de un resorte con los ojos secos. Las dos intentaron detenerme con educación, pero salí de allí sin una noción clara del equilibrio. La nieve había retomado su caída, acompañada de la música de los tambores y las ofrendas que persistían alrededor de la gran hoguera.

— Espera — la escuché a lo lejos.

Eché a andar, rumbo al matadero de mis propios recuerdos. Halona no me siguió. Las imágenes de su cuerpo, de su rostro, me sacudieron con un sentido distinto. Tan bella, tan afortunada. A su lado, yo solo sería un corte en la mejilla.

— Waaseyaa, hija mía, Wenonah estaba buscándote.

Casi me choqué de bruces contra Honovi. Era evidente que estaba alterada, por lo que me observó detenidamente. Sin embargo, no preguntó qué me ocurría o si estaba bien, sino que continuó serio.

— Tú lo sabías — comprendí. La rabia me subió por la garganta —. Tú sabías que ella estaría aquí.

"Tú sabías que ella estaría aquí y has provocado que nos encontremos".

— ¿Por qué has...?

Me falló la voz. Él intentó explicarse o quizá consolarme, pero estaba demasiado nerviosa para tomármelo de buena gana. No me salían las palabras. Sin que me retuviera, recogí lo que me restaba de dignidad, retomando mi marcha hacia ningún lugar con el único objetivo de quedarme a solas. Caminé con aquellos zapatos, los de la mujer que había logrado arrebatarme mi sueño, hacia campo abierto. Me separé de los tipis hasta que pude ver la columna de humo subiendo hacia el cielo estrellado. Había un grito, un grito guardado en el dolor más profundo, que se posó cual gorrión en mi lengua. No pudo salir, aterrado, mas me empujó a quitarme los mocasines de piel y lanzarlos inútilmente. La rabia era una costra infectada que me engañaba, haciéndome creer que la costilla que yo le había entregado a Namid jamás había abandonado mi pecho. Que todavía estaba ahí, que era mía, cuando nada más quedaba una corteza farsante, tallada sin piedad como aquel nogal sacrificado por mi arrogancia.

Me dejé caer de rodillas sobre los montículos de nieve acumulada, descalza. Enterré la cara entre las manos, rompiendo a llorar. El tamaño de mis pies era el mismo que el suyo... Pero su amor no podía ser igual que el mío. No podía, ¿verdad? Aunque ella tuviera la potestad de despertarse en su cama todas las mañanas, de prepararle los trozos de carne salada que le gustaban, de atender cómo tarareaba las canciones de su madre mientras cazaba, de recibir sus flores y besos, ella nunca podría amarle como yo había llegado a amarle.

¿Verdad?


***


Regresé al grupo con la mayor calma de la que fui capaz. Mis párpados hinchados me delataban, mas me obligué a recomponerme y ser respetuosa. Había sido conocedora durante largas temporadas del compromiso de Namid, de que terminaría casándose, y había participado en ello: era mi deber acatar las consecuencias por mucho que me destruyera por dentro.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora