Eko-niizhing - El segundo

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Había estado en lo cierto con respecto a aquella habitación de la cocina. Guardaba dinero, despampanantes cantidades de dinero, barriles de pólvora y documentos de los negocios familiares. No estaba interesada en robarles, mas sí hinché mis reservas del poco armamento que cargaba. En cuanto a las misivas y escritos legales sobre ganancias o pérdidas, solo encontré uno relevante: nombraba una ciudad costera de Jamaica, Puerto María, e indicaba que un cargamento de quince prófugos había sido enviado allí meses atrás para trabajar en las plantaciones de azúcar. No me cabía duda de que Étienne figuraba entre ellos.

Temerosa de ser descubierta, devolví la llave a su puesto original y me acosté de nuevo en el catre de paja sucia. Mis compañeros proseguían en su sueño, roncando, y no conseguí dormir a causa de los acelerados latidos que me taladraban la cabeza. Había vuelto a arrebatarle la vida a alguien, cinco años después de haber jurado que jamás tocaría un fusil otra vez.

Los pensamientos no cesaron. Al amanecer fueron interrumpidos por un alarido de Francis:

— ¡¡Lord Whytt se ha colgado!!

Todos se despertaron de un resorte, incluida yo. Los párpados me pesaban por el insomnio. Aun así, susurré:

— ¿Qué ha dicho?

El capataz se precipitó en las cuadras con la expresión desencajada, repitiendo constantemente que Whytt hijo se había suicidado en sus dependencias.

— ¿Estás sordo o qué, John? Lord Whytt se ha colgado — me contestó uno.

El caos se apoderó del entorno, puesto que no había razones aparentes que explicaran una muerte "tan cobarde". Leonard se bañaba en riquezas, poseía el favor real y quería a sus hijos. Intenté no detenerme en ellos, en los chiquillos que acababa de dejar huérfanos.

— ¿Por qué haría algo así?

— Dicen que su criado se quedó dormido durante la guardia y no oyó nada. Estaba muy confuso.

— La señora perderá el juicio cuando se entere...

No participé en sus conjeturas, pero no pareció importar. Estaban demasiado ocupados para relacionar mi afición por las cuerdas con el instrumento del delito. La sorpresa conducía al estoico silencio. En cambio, disfruté del caos. De la pluma partida en dos, la vorágine de una cinta que estaba destinada a vivir y había sido cortada.

— Su padre va a entrar en cólera.

No figuraba en mi lista, aunque restaba espacio para añadir un nombre más.

— Y pensar que los ricos también están tristes...

Fui de las pocas que sonreí ante el acertado comentario. Mi tiempo había terminado en aquel lugar. Tosí un par de veces, sacando un pañuelo moteado de sangre de carnero, y esperé.

— ¡John está tosiendo sangre!

Se giraron, asustados. Francis olvidó por un instante que su benefactor ya no estaba.

— ¡Es la tuberculosis!

— No, esperad... No es nada, yo...

— ¡¡Fuera de aquí, chico!! ¡¡Los tísicos están prohibidos!! ¡¡Vete antes de que te molamos a palos!!

Aguanté un par de puntapiés, cogí mis escasas pertenencias a corre prisa y monté en el caballo que me había llevado hasta aquella primera parada. Crediton aguardaba mi visita.


***


Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora