Waasizo - Ella refleja la luz

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Carecía de fuerzas suficientes para regresar a la vivienda y permanecí las horas siguientes vagando por los inmensos jardines de palacio. A pesar de que era de noche, el conde mantenía aquellas extensiones verdosas tenuemente iluminadas. La belleza de las reproducciones vegetales, con los arbustos recortados en formas imposibles y flores exóticas de parajes que yo jamás había escuchado como Japón o la India, dotaban a su vergonzosa exposición de poderío de cierta impresión. Agotada, empapada de pies a cabeza por la lluvia que parecía haber dado una tregua, me senté junto al lago que imitaba, con sus nenúfares rosados y largos juncos, los territorios de un continente llamado Asia.

Suspiré con los ojos doloridos. "Tendrás que dar numerosas explicaciones cuando vuelvas", lamenté haberme dejado llevar por mis impulsos, por mi dolor. Debía de regir mis quehaceres allí —si es que quería encontrar a Namid— con sumo cuidado. Contra más detalles de mi vida personal fueran conocidos, menos probabilidades tendría de que confiaran en mí o en Antoine. Sin embargo, la repentina aparición de Étienne había destruido todos mis planes de contención. Cuando lo vi, di por hecho que conocería lo sucedido, puesto que jamás imaginé que hubiera escapado de Montreal a tiempo para evitar la guerra. ¿Por qué había vuelto entonces? Instalado en Londres, ¿qué necesidad había de inmiscuirse en negocios que tuvieran que ver con Nueva Francia, o lo que quedaba de ella?

Sumida en mis pensamientos, capté un movimiento, unas pisadas aproximándose. Viré el cuello, encontrando a Étienne caminando hacia a mí, también mojado por el temporal.

— ¿Qué haces aquí? — fue lo primero que dijo cuando hubo llegado. Portaba un abrigo que le hacía parecer todavía más alto. Su rostro lucía como si hubiera envejecido a pasos agigantados.

— Calmarme.

— Deberías volver adentro. Hace frío y Antoine está preocupado.

No me agradó aquel tono paternalmente heroico, pero me recordé a mí misma que estaba sumamente irascible y no debía culpar a nadie, más que aquellos que me arrebataron a Jeanne, de su muerte.

— Tienes razón — me levanté. Las enaguas pesaban el doble al estar llenas de agua.

Él se sorprendió por mi fácil aceptación de su sugerencia.

— ¿Por qué te quedas ahí parado? — le azucé.

Ya a mi lado, me sentí extremadamente rara al tenerlo cerca. Ninguno sabíamos muy bien qué decirnos.

— No he podido decírtelo... — interrumpió el silencio —. Siento mucho el fallecimiento de tu hermana. Yo...

— Tú no sabías nada, lo entiendo — le corté. Odiaba que me dieran el pésame, ya que siempre sonaba vacuo —. Debe de haber sido duro enterarse de esta forma.

— No tienes por qué pensar en mí..., es inimaginable lo mucho que habréis sufrido...

— Detesto hablar de este tema — apunté, seria.

De pronto, se paró en seco y me agarró de las muñecas. Tampoco me agradó aquel contacto. Había algo en él que no se correspondía con el pasado.

— Yo..., Catherine..., si yo...

— Hubiera luchado en la guerra igualmente. Ella no pudo detenerme y era la persona más importante de mi vida. Tú no hubieras podido hacerme cambiar de opinión. El final habría sido el mismo. No pierdas el tiempo imaginando situaciones en las que pudieras haberlo evitado, es inútil.

La aceptada apatía de mi discurso le desconcertó. Sin embargo, había terminado por desarrollar una peculiar capacidad en dos extremos: podía estallar como un cañón, en un torrente de emociones exacerbadas, y, al mismo tiempo, encerrarme en la más profunda indiferencia. Todo ello en cuestión de minutos.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora