Fingí un tremendo dolor de cabeza para no acudir a comer, pero la pésima excusa no me sirvió a la hora de la cena. El palacio siempre estaba repleto de invitados y todas las noches, sin importar a quiénes se ofrecía hospitalidad, los condes organizaban un banquete de obligada asistencia. Antoine me había advertido que nosotros no éramos motivo de celebración — "somos demasiado humildes, querida", me había asegurado —, mas era descortés no darnos el mismo trato que al resto de habituales y acaudalados huéspedes. Sin más remedio que ceder, había permanecido dando vueltas en mi nueva habitación, mareada por los bordados y el oro, hasta que mi criada asignada tocó a la puerta para ayudarme a vestirme. Era una joven escuálida y con cara de pocos amigos que me desnudó con sequedad y me vistió con el vestido que consideró decente para la audiencia que me esperaba. Me preocupé al entender que, si mi segundo mejor vestido — hecho de seda aguamarina — era únicamente definido como "decente", tendría graves problemas de vestuario.
— ¿Le importaría recogérmelo?
Ella apretó la mandíbula cuando le pedí que no me dejara la melena suelta. La peinó a desgana y me estructuró un rodete bajo. Por último, me puse los incómodos tacones mientras me polvoreaba las mejillas.
— Supongo que será suficiente — musitó sin satisfacción alguna.
‡‡‡
El comedor, inmenso como todo lo demás, estaba a rebosar. Decenas de vestidos y trajes de gala me marearon. Agarrada del brazo de Antoine, avanzamos por un extremo sin llamar demasiado la atención.
— ¿Qué demonios hacemos aquí? — le susurré.
Al otear los atuendos de las demás mujeres, comprendí porque mi criada se había expresado con escepticismo sobre mi apariencia. A su lado, parecía una pobretona cualquiera.
— Nos escabulliremos después del primer plato — me aseguró, tan mortificado como yo —. Te lo prometo.
Las cuidadas atenciones que el conde nos había dedicado unas horas antes desaparecieron; casi hubiera jurado que no se acordó de nuestra presencia hasta bien entrada la velada. Tuvimos que observar los movimientos de las parejas para saber dónde sentarnos. Ordenado ya el tumulto, noté cómo múltiples ojos me analizaban como si estuvieran tasando un diamante falso. Como soldados, el servicio empezó a servir y a servir al ritmo de una habilidosa música de cámara que provenía de la orquesta privada de la familia. Aliviada, me di cuenta de que no había olvidado las tediosas lecciones de protocolo de mi infancia y aún recordaba el orden de los cubiertos.
El festín se inauguró y la extensa mesa pronto se llenó de voces diversas. Entre toda aquella superficialidad terrorífica, pensé en Namid. Lo echaba de menos. Anhelaba encontrarlo y abrazarlo. Yo no pertenecía a aquel pomposo mundo.
— Usted es el señor Clément, ¿no es cierto?
Uno de los hombres que estaba sentado frente a nosotros provocó que el resto se nos quedara mirando.
— Así es. El conde desea que diseñe una de las hectáreas de su jardín. Un placer conocerle.
— ¡Usted es el arquitecto del Nuevo Mundo! — exclamó otro.
— Qué exótico — apuntó la que pensé que sería su esposa.
— No me consideraría el arquitecto del Nuevo Mundo, pero viví varios años en Nueva Francia. Si ello me otorga ese título...
— Una pena, ¿verdad? Los franchutes nunca han sabido apuntar. ¡No tiene nada de acento! — dijo el primero.
"Catherine, respira", intenté detener la voraz trayectoria de mi mirada. ¿Por qué tenía la repetida sensación de que pretendían humillarnos?
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Waaseyaa (II): Nacida entre cenizas
Historical Fiction[SEGUNDA PARTE DE «Waaseyaa (I): Besada por el fuego»]. Octubre de 1759. Han transcurrido cinco años desde la guerra y la vida de Catherine Olivier continúa. Tras dejar atrás Nueva Francia e instalada en Plymouth, la joven guerrera deberá luchar par...