Gwayakogi - Ella crece recto

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Las acusaciones a diestro y siniestro entre Wenonah y Thomas Turner eran como el tintineante zumbido de una abeja, lejano, continuo. Discutían sobre qué hacer a la desesperada; yo, sentada sobre las pieles con el papel arrugado, los escuchaba desde el tiempo de los sueños. Halona, en una esquina, se mordía las uñas.

— Se aproximan caballos — comenté sin emoción.

— ¡Serán ellos! ¡Habrán regresado de Fort Chequamegon! — exclamó el mercader.

Los tres salieron a corre prisa de la tienda, en cambio, la guerrera derrotada que era permaneció en la misma posición. Fruncí la nariz, acariciando la tinta, pensativa, y escuché el revuelo del exterior: tanto Diyami como Honovi habían vuelto de una pieza. Sobraban bocas para explicarles lo que había ocurrido en su ausencia, ya que los miembros del poblado estaban muy asustados.

— ¿Dónde está la señorita Waaseyaa? — advertí que pedía Honovi.

— Está dentro — respondió alguien.

Él asomó la cabeza, entrando sin dilación. No hubiera podido describir qué estaba sintiendo..., parecía ajeno al mundo. En ocasiones creía que había visto el futuro en el fuego y su objetivo era reírse de todos los demás que desconocíamos lo que nos aguardaba.

— Dejadnos a solas — comandó.

Nos miramos detenidamente y le ofrecí la orden de arresto. Ni tan siquiera le prestó atención.

— Parece ser que no tendréis que molestaros en liberar a mi sobrino — rompió el silencio.

La tensión me impedía parpadear.

— Nunca pensé que Métisse...

— Las criaturas en apariencia más insignificantes son decisivas en la mayoría de las hazañas — me cortó —. Solo existe un momento en la vida para ser valiente. Siempre estuvo enamorada de él.

Supe que no estaba del todo contento con el desenlace.

— Vosotros no eráis los elegidos para sacar a Ishkode de prisión. Intenté explicároslo.

— Y ahora te acusan a ti de colaborar, cuando no estabas de acuerdo con asaltar el cuartel para...

— Era obvio que acusarían a Honovi. A pesar de las apariencias, sigo siendo el líder del clan al que responden los sublevados. Mi hijo es el jefe del grupo de rebeldes. Sin embargo, no me molesta que me acusen.

— Pero tú no has tenido nada que ver — me resistí.

— ¿Has olvidado que cualquier excusa es válida para eliminarnos?

Le observé. Estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.

— ¿No estarás pensando en entregarte?

— Por supuesto que sí — asintió.

— ¡No puedes! ¡Te encerrarán!

— No, me matarán, nindaanis.

— ¡¿Qué demonios estás diciendo?! ¡¿Qué..., qué pretendes?!

— Mi vida no posee ningún valor. Ya no. Honovi ha acometido lo que el Gran Espíritu le pidió durante largas décadas. Es el momento de dar un paso adelante.

Me levanté de un resorte.

— ¡De ninguna manera!

— ¿Acaso tienes la potestad de impedir a un hombre cumplir con su destino? — permaneció impasible, como un padre ante la infantil rabieta de su hija.

— Te ataré a un árbol y no podrás marcharte. Tú... — se me llenaron los ojos de lágrimas —. Tú no me dejarás... Yo...

— Tú deberías huir de aquí. La guerra ha acabado, pero no la venganza. Algunos altos cargos todavía recuerdan lo que hiciste.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora