Dos días después, uno de los sacerdotes menos chismosos de Plymouth acudió a casa para celebrar las humildes nupcias, que más que una boda, eran un paso necesario del proceso legal que me convertiría en única heredera viva de aquella rama de la familia Clément. Contamos con la ventaja de que muchos de nuestros vecinos —los cuales vivían a larga distancia— nunca habían sabido si Antoine y yo éramos pareja, hermanos o cuñados. La mayoría habrían dado por hecho que ya estábamos casados, dado que compartíamos techo. A decir verdad, me importaban un comino las habladurías que hubiera en la ciudad sobre el sospechoso casamiento de un noble moribundo con una dama sin identidad ni títulos conocidos. Supe que me tildarían de caza fortunas, pero sus juicios eran el menor de mis problemas.
Florentine se encargó de remendar un vestido color canela que me había quedado grande años atrás, puesto que el arquitecto me lo había comprado en Londres al cumplir diecinueve años sin memorizar mis medidas exactas. Poseía un fruncido de encaje ciertamente original en la zona del escote y la caída era más vaporosa que de costumbre. Siendo sincera, intenté resistirme a tener que vestirme como si estuviéramos celebrando algo, mas él insistió en que deseaba verme llevarlo. Por su parte, Esther eligió un par de telas que le gustaron y le confeccionamos una falda larga a juego con unas medias nuevas y un lacito en el pelo.
— Sea rápido, por favor.
Antoine se llevó un pañuelo a la boca para disimular la sangre que le producía la tos y azuzó al clérigo, quien miraba aquella estampa con el ceño fruncido. Estábamos en su habitación, con un insoportable olor a enfermedad e incienso, rectos como troncos a ambos lados de la cama mientras él permanecía tumbado. La almohada le permitía tener la cabeza un tanto elevada, pero ni tan siquiera habíamos podido cambiarle: portaba su camisa de dormir entreabierta, tapado hasta la altura de las costillas, el pelo revuelto y sudado.
— S-sí — carraspeó. No era su cometido valorar qué diantres explicaba aquella boda tan variopinta y deprimente —. Enseguida, señor.
Esther había recogido algunas margaritas silvestres y las situó sobre la mesita de noche, observando a Antoine con una mezcla de cuidado e impresión.
— Gracias, querida — le dijo, sonriéndole —. Cat, dame la mano.
Se la di y me encontré pensando en múltiples recuerdos. Estaba cometiendo adulterio si tenía en cuenta las leyes indígenas: me había desposado con Namid un mes atrás y ahora estaba desposándome de nuevo con mi cuñado. ¡Mi cuñado! El que había sido marido de mi adorada hermana. En el momento en que muriera, yo pasaría a ser una viuda en los mandatos de mi mundo, el de los blancos. Quizá también fuera una viuda en el de los indios.
— Estás fría — comentó, queriendo decir que estaba nerviosa.
Y lo estaba. Aquella unión implicaba numerosas consecuencias. Sin embargo, era lo correcto..., era la última voluntad de un hombre moribundo. "No afrontarás penurias económicas, Catherine. Nadie podrá atacarte por ser una solterona, el blanco más fácil, porque pasarás a ser una viuda con dos buenos apellidos a tu espalda", me aseguró. "Y así podré protegerte desde el cielo".
— ¿Podemos comenzar? — consultó el cura.
Ambos asentimos y él empezó con los tediosos salmos sobre el sagrado sacramento del matrimonio. Si dios apuntaba en un papel cada uno de los pecados que yo había cometido, aquel hubiera sido el peor: estábamos a punto de firmar un contrato falso, una mentira.
— Pueden enunciar sus votos nupciales.
Me descubrí meditando cuántas bodas, fundadas en razones en teoría más valiosas que la nuestra, eran en realidad una farsa. Para gran parte de las mujeres de alta alcurnia, simbolizaban un intercambio de ganado: el amor no importaba, sino la dote. Por el contrario, nosotros nos queríamos, no con la pasión canónica, sino con otro tipo de cariño, uno fraternal e irrompible, una amistad sincera, un vínculo que, a diferencia de la volubilidad de los afectos carnales, era el más fuerte que existía.
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Waaseyaa (II): Nacida entre cenizas
Historical Fiction[SEGUNDA PARTE DE «Waaseyaa (I): Besada por el fuego»]. Octubre de 1759. Han transcurrido cinco años desde la guerra y la vida de Catherine Olivier continúa. Tras dejar atrás Nueva Francia e instalada en Plymouth, la joven guerrera deberá luchar par...