Aadizookaan - Una leyenda

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No me llevaron a la diligencia, sino a la vivienda que había compartido con Namid durante largas noches de complicidad. Cuando intenté resistirme, no emplearon violencia, simplemente me empujaron con la culata del fusil en la espalda, indicándome que siguiera caminando recto. Estaba confusa, desconocía qué era lo que debía hacer para no perjudicar a quien más buscaba proteger.

— ¿Por qué me llevan contra mi voluntad? ¿De qué se me acusa? — abandoné el silencio al arribar a la entrada. No había ni rastro de nuestro caballo — Si están aquí por esos maleantes, ¿no debería ser yo la que recibiera justicia?

Di por sentado sus conclusiones: descartando a Isabella como posible víctima y atacante, yo era la única que podía haber presenciado el asalto. Estaba segura de que la descripción física que habrían proporcionado a las autoridades cercanas encajaba a la perfección con mi fisonomía.

— Manténgase en silencio y abra.

Portaba la llave en el bolsillo oculto de la parte interna del faldón.

— ¿Cree que tengo la llave? Debieron habérsela pedido a Jack, él es el dueño de esta casa. Como ya les han aclarado, no he vivido aquí nunca.

Si entraban, encontrarían todas nuestras pertenencias. Y las de Namid eran inconfundibles.

— Y yo pensaba que la mañana iba a evolucionar como la seda — suspiró uno de ellos —. Apártese — me echó a un lado y, de un fuerte puntapié, abrió la puerta.

El otro me agarró del brazo y tiró de mí hacia dentro. Observé cómo rastreaba algún visaje de nerviosismo en mi rostro, pero le aguanté la mirada con mansedumbre.

— Si supiera al menos qué están buscando podría ayudarles — me encogí de hombros.

Ambos corrieron las cortinas y la luz entró a borbotones sobre los muebles. Contuve la expresión al advertir que Namid, antes de aparecer en el comedor del Leñador, se había deshecho de todos los objetos que delataban su presencia allí, su identidad indígena. Por un momento había olvidado lo astuto que era aquel guerrero.

— Manténgase en silencio.

Los dos se quedaron pasmados, aunque no lo compartieron. Al contrario de lo que habían esperado hallar, la planta inferior estaba ordenada, con pequeñas muestras de convivencia reciente, pero nada más. Lo único que quedaba de Namid en aquellas paredes eran las flores que había recolectado el día anterior. Había eliminado el rastro hasta de las prendas de ropa femeninas que había dejado secando en la ventana. Contuve una sonrisa satisfecha.

— Sube al piso de arriba — ordenó —. Señorita, usted tome asiento y responda a mis preguntas con sinceridad.

Quise creer que Namid había sido igual de cuidadoso en nuestro dormitorio. Obedecí y me senté en una de las sillas de madera.

— ¿Fue usted atacada por dos hombres en el bosque colindante a estos terrenos?

— Sí. Dos hombres me asaltaron mientras viajaba.

— ¿Por qué está viajando sola? Es peligroso que una mujer...

— ¿Es un delito viajar sola? — le interrumpí. El tenue salvajismo que brillaba en mis pupilas oscuras le desconcertaba —. Vayamos al grano, por favor. Ya me parece suficientemente erróneo que estén tratándome a mí como a una delincuente por defenderme.

— Explíqueme, ¿cómo logró defenderse?

— ¿También es un delito saber pelear?

— No es un delito, pero permítame decirle que es curioso que una mujer de su edad y condición pueda liberarse de dos hombres corpulentos y armados.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora