Giizis gaye dibiki-giizis - El sol y la luna

616 123 32
                                    

— Despiértala, nisayenh.

La travesía había sido extenuante. Al llegar el amanecer nos dejamos caer en las costas de Saint John sin preocuparnos por ser observados. Los candelabros de los barcos atracados, al son de la luz anaranjada de la mañana, eran los únicos despiertos, junto con algunos marineros que empezaban a echar sus redes.

Los brazos me dolían de manera inimaginable y la palma de la mano me sangraba de tanto remar. Casi no pude levantarla para pagarle dos monedas más a Hugh por sus fabulosos servicios. Tal y como nos había traído, se esfumó en busca de nuevos clientes. Sin preguntas, sin sensiblerías.

Todos nos echamos sobre la arena, derrotados, siendo Dibikad el único que no se permitió una cabezada con el tranquilo rumor de las olas de fondo. Al despertarme, encontré que Esther se había dormido en el regazo de Ziibiin. Me permití mirarlos, abrazados, en paz. Florentine estaba bostezando mientras Adrien se frotaba las legañas. Mano Negra insistió en que debíamos pasar a la acción y abandonar la playa, mas no quería interrumpir su apacible descanso. Me levanté con las extremidades entumecidas, metiéndome en el agua hasta la altura de las rodillas. Apreté los dientes, ahogando un jadeo, al mojarme los dedos por completo. La sal entró en ellos, curando las llagas, y aguanté.

— Debemos irnos. Hay que conseguir otra canoa — apareció tras de mí Dibikad —. No te molestes en esas heridas, vas a tener que remar durante semanas. Al final te explotarán y ya no sentirás nada.

Asentí, en parte decepcionada por no poseer un dorso inexpugnable como el suyo, acostumbrado a la intemperie, duro como un tronco. Me acerqué al variopinto grupo pensando en por qué el Gran Espíritu había puesto a Adrien, hijo de Nahuel, en mi camino, pero finalmente le di varios toques en el hombro a Ziibiin.

— Despiértala, nisayenh — susurré.

Él abrió los ojos como platos, sorprendido por haber seguido roncando a pesar del peligro, aunque los abrió más al ver a Esther agarrada a él. Yo le sonreí, haciéndole un gesto para que la incorporara lentamente.

— Anang-ikwe, Anang-ikwe... — la enderezó un poco. Resultaba bellísimo escuchar cómo la llamaba por su nombre ojibwa.

La niña despegó los párpados pesados y, a diferencia de su amigo, no mostró conmoción por su postura tan cercana. Lo primero que hizo —su habitual costumbre— fue asegurarse de que yo seguía allí. Ahí estaba: su media sonrisa, ni alegre ni triste, solo suya.

— Iremos a buscar el desayuno — anunció Dibikad, a quien toda aquella adorable escena parecía serle indiferente —. Ziibiin, ondaas.

Era evidente que no gustaba de soltar a Esther: bufó, sentándola, y se puso en pie. Detestaba recibir órdenes de aquel mestizo, pero por una razón que todavía desconocía, elegía seguirlo a todas partes.

— Nunca había dormido en un sitio como este — comentó Florentine de buena gana —. Vamos, cariño, ven que te peine un poco. Nos lavaremos la cara y esperaremos a que...

Su voz fue desvaneciéndose a medida que ambas se acercaban a la orilla, alejándose de nuestro improvisado campamento. La inmensidad del océano me recordó a Plymouth, donde solía dar largos paseos por sus arrecifes. Sentía que había pasado demasiado tiempo desde entonces.

— No sé nada sobre el estado de tu padre — musité de pronto, con la vista perdida en la espuma que se derretía como el primer amor entre las yemas. Adrien se encendió como un cirio —. La última vez que le vi fue..., fue en Montreal. Él y sus hombres se dirigían al fuerte Chambly a por pólvora, antes de que...

"Antes de que Desagondensta nos secuestrara, antes de que Jeanne perdiera al bebé, antes de que...".

— ¿Antes de qué?

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora