La cena transcurrió en un pesado silencio incómodo. Desconocía qué pensamientos estaba albergando Namid, pero masticaba la carne con la mirada fija en un punto muerto y la expresión facial atribulada. Por mi parte, estaba igual o más encendida que él: no sabía dónde mirar, qué decir o cómo ocultar el azoramiento que me reprendía por estar soñando despierta con que me tumbara sobre las mantas y me hiciera suya. A pesar de que estaba comprometido y había rechazado abiertamente mis afectos —aspecto que influía en mis reservas a entregarme a los deseos—, me descubría oteándole con las pupilas ardiendo. Namid, una de las personas más perceptivas que conocí, se puso rígido al darse cuenta y rápidamente buscó una excusa que lo liberara de aquella fácil tentación.
— Necesito dar un paseo.
Evitó el contacto visual con torpeza, con esa inocencia que misteriosamente todavía sobrevivía entre las cavernas de su dolor, y se internó despavorido en la profundidad de los árboles amparados por la oscuridad nocturna.
Sola, bufé con pesar confuso y volví a sonrojarme al distinguir mis enaguas blancas extendidas como si fueran una bandera. Decidí apagar la hoguera exterior y refugiarme en el interior de la tienda, puesto que hacía bastante frío y no quería aparentar que lo estaba esperando con desesperación. Sentada allí, me calenté las manos junto al fuego y observé las danzas llameantes. En ocasiones me hallaba arrastrada por su fuerza, como si me llamaran, como si fueran la propia voz de mi consciencia. Existía un aspecto fascinante en ellas, una conexión profunda que me era difícil ignorar. Absorta, di un respingo cuando sentí que estaba tan cerca de las flamas que éstas iban a quemarme las yemas de los dedos. Me las froté, alejándome un tanto, y fruncí el ceño ante la fugaz enajenación que me había hecho casi lanzarme a la pira como si yo fuera incapaz de arder. "Estás delirando", musité apurando la bebida de hierbas correspondiente. Estaba nerviosa, aquello era innegable, pero notaba una sensación extraña en la boca del estómago, una garra que no se aposentaba en mi interior desde hacía cinco años, desde la última vez que había sido Waaseyaa. La veía vagando por mis órganos, insuflándome una fuerza animal e intrépida. "Es por Namid", pensé tragando saliva. Por mucho que me empeñara en destruir mis sentimientos, mi alma de guerrera, de mujer independiente y tenaz, era tan verdadera como mi lado tímido y miedoso. Waaseyaa lo deseaba, deseaba a Namid, y no pararía hasta conseguirlo.
Era imprescindible que me calmara y opté por deshacerme el rodete para secar al aire y peinar mi maraña de rizos mojados. Dejé las horquillas a mi lado y utilicé los dedos para desenredarlo. Me había crecido tanto que su longitud alcanzaba la parte alta de mis caderas. Sumida en aquella tarea, escuché los pasos de Namid después de unos largos minutos. Antes de entrar, pidió permiso con voz llana:
— ¿Puedo pasar?
Aquel era su tipi, poseía el mismo derecho que yo a ocuparlo.
— Pasa, pasa — respondí.
"Sé natural, sé natural", me ordené. Al verle, tan alto, tan circunspecto e impenetrable, forcé una sonrisa y le hice un hueco. El dorado de sus ojos se naufragó en mi melena suelta de inmediato. Con la mandíbula apretada tomó asiento y vi que le chorreaba la ropa.
— Estás empapado.
Él señaló al exterior y comentó como si fuera obvio:
— Está lloviendo a mares.
Ni siquiera había caído en la cuenta del cambio de temporal.
— He recogido tu ropa y la he dejado a buen recaudo.
— Miigwech — balbuceé.
Su semblante siempre se iluminaba cuando me oía hablar en ojibwa. Por el contrario, yo solo podía recordar que Namid habría tocado mi ropa interior.
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Waaseyaa (II): Nacida entre cenizas
Ficção Histórica[SEGUNDA PARTE DE «Waaseyaa (I): Besada por el fuego»]. Octubre de 1759. Han transcurrido cinco años desde la guerra y la vida de Catherine Olivier continúa. Tras dejar atrás Nueva Francia e instalada en Plymouth, la joven guerrera deberá luchar par...