— Señorita, ¿se encuentra bien?
Era la tercera vez que Florentine me preguntaba si me ocurría algo. Estaba ayudándome con las trenzas para anudarlas al rodete, como hacía todas las mañanas, y era obvio para alguien como ella, quien me conocía como a una hija, saber que la llegada de Namid había trastocado mi bienestar. Había pasado una pésima noche, tenía profundas ojeras y los párpados enrojecidos por el llanto. No había podido concentrarme en nada desde que lo vi acercándose al jardín. Lo estaba intentando, estaba intentando no dejarme llevar, pero él poseía esa capacidad; o yo era demasiado débil y me negaba a admitirlo.
— Estoy algo cansada.
— ¿No será por la visita del señorito Namid?
Desdibujé una mueca de desagrado y pude verla en el espejo. No porque hubiera descubierto mis cartas, sino porque él siempre era la razón, el único motivo de mis momentos de desestabilidad. Nunca debí de haberle dado aquel derecho.
— Me vestiré sola, puedes retirarte.
Iba a efectuar lo mismo que hacía por dentro: acallar las voces que gritaban que seguía sangrando. Había mentido tan deliberadamente que Florentine me propinó una mirada de regañina que, en comparación con lo acaecido el día anterior, se sintió como una caricia.
— Señorita, sabe que puede hablar conmigo de cualquier cosa. Recuerdo la cercana relación que mantenía con el joven Namid en Quebec. Es normal que esté algo abrumada por su visita.
— Puedes retirarte.
A pesar de que deseaba hacerlo, Florentine no volvió a insistir y cerró la puerta de mi habitación tras de sí, dejándome a solas. Por encima de mi cadáver iba a dedicar cinco minutos de mi tiempo a hablar de él..., ya había dedicado suficiente. Sabía que mi criada tenía buenas intenciones, pero no poseía las ganas ni las fuerzas suficientes para romper el engaño. Buscaba pretender, al menos durante unas horas más, que Namid estaba muerto, muerto para siempre como Jeanne. Nunca deberíamos sentirnos culpables por amar, pero yo lo hacía.
Sentía una fatiga tremenda que se adhería a los huesos. Me dolían los ojos. Había llorado a pierna suelta la noche anterior, acosada por el recuerdo de sus húmedas pestañas murmurando "no te vayas". Mi corazón tampoco quería irse, mas no me quedaba ninguno. "¿Te hubieras quedado, me hubieras esperado entonces? Nunca lo sabremos", lamenté. Jamás quise irme a pesar de que no estuve a tu lado. Pensar que tendría que volver a encontrármelo en las próximas semanas, puede que meses, sintiéndole respirar, vivir, a distancia de una pared, me aterraba. Debía crear un mundo en el que él no existiera.
Me estrujé las mejillas hasta hacerme daño para alegrar un tanto la palidez de mi rostro. Me miraba al espejo y cada aspecto de mi cara me repugnaba. No le odiaba a él, me odiaba a mí. Me miraba y regresaba el reflejo de aquella niña cobarde escondida tras las faldas de su hermana. Cubrí mis facciones con polvos blanquecinos, pero en mi interior continuaba siendo la misma. El tiempo no pasaba en mi alma: todo estaba detenido. Me hallé vieja y cansada. Por mucho que me pintara los labios, no podría dibujarme una sonrisa, no aquel día.
Me vestí con el vestido de luto que Florentine había dejado preparado encima de la cama. Agradecí que fuera confortable; sin embargo, los recuerdos de Quebec me aprisionaron. Namid cortándome la falda delante de todo el poblado y yo saliendo despavorida en enaguas, avergonzada y atemorizada por la inexperiencia. O lo ocurrido aquella noche calurosa, cuando pretendió enseñarme a cazar con una lanza pequeña. Sonreí con melancolía al rememorar cómo era imposible para mí ser silenciosa mientras arrastraba todo el peso de las gasas por la maleza. Dándome por vencida, dejé caer mi cuerpo en el barro y me negué a moverme, explicándole mediante gestos que el vestido me impedía avanzar correctamente. Entre risas, Namid se tumbó a mi lado y, tras unos instantes de duda, subió con las yemas de los dedos la tela turquesa, mostrando mi tobillo. Lívida, me quedé quieta y la sonrisa de su rostro se transformó en dos mejillas sonrosadas e inocentes. Lentamente, rozó mi piel por encima de las calzas y provocó que yo lo sintiera más dentro de mí que nunca.
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Waaseyaa (II): Nacida entre cenizas
Ficción histórica[SEGUNDA PARTE DE «Waaseyaa (I): Besada por el fuego»]. Octubre de 1759. Han transcurrido cinco años desde la guerra y la vida de Catherine Olivier continúa. Tras dejar atrás Nueva Francia e instalada en Plymouth, la joven guerrera deberá luchar par...